Hay algo maldito en la gente destinada a ir en vanguardia. Billy Wilder (aparentemente Wilder siempre tiene una bala de plata en forma de anécdota) lo resume con lucidez a través de un diálogo que mantuvo con Erich von Stroheim durante el rodaje de ‘El crepúsculo de los dioses’: «Usted iba diez años por delante de su tiempo», le decía Wilder para justificar la incomprensión, la caída en barrena y el ostracismo a los que se vio sometido el director austriaco. Stroheim, con su humildad legendaria e inexistente, se limitó a responder: «Veinte». El monóculo es un accesorio incompatible con la modestia.
Orson Welles no tenía monóculo pero fumaba puros y también poseía el estigma de los muy adelantados. Además era un genio. Uno de esos tipos que cogen un puzzle y lo construyen de una manera nueva e imprevista. Después de facturar muchos más disgustos que películas a lo largo de su carrera, rueda su último trabajo en Hollywood: una historia de crímenes, traiciones y ambigüedades morales que posee la turbiedad y la aceleración de una pesadilla. Su título: ‘Sed de mal’. Calles oscuras, habitaciones claustrofóbicas, carreteras aisladas y moteles que adelantan el de ‘Psicosis’ son los escenarios de un relato en el que Welles hace crujir las cervicales de la cámara a base de contrapicados, travellings y gran angulares. Su potencia visual convierte la película en un vaso a punto de desbordar: excesiva, artificiosa, barroca, pero ante todo de una belleza y un ritmo deslumbrantes.
Welles se reserva para él la interpretación del personaje que domina la historia: el jefe de policía Hank Quinlan. Su herramienta de trabajo más sofisticada es un escozor que le dice cuándo algo va mal. Al parecer, su pierna tiene el monopolio de los presentimientos. Quizá este método pericial no ofrezca el rigor deseado para obtener evidencias policiales, claro que a Quinlan las pruebas le interesan tanto como la evolución de las especies a un miembro del Tea Party. La ley es el pañuelo en el que se suena los mocos. Orson Welles crea un personaje inolvidable, uno de los malvados con más grandeza de la historia del cine. Y lo hace siguiendo la famosa máxima de Hitchcock: «al que hay que cuidar es al malo: cuanto mejor es el malo, mejor es la película».
(Publicado en La Voz de Galicia)
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