25 marzo, 2014

Los siete samuráis

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 Cuando un señor feudal del Japón antiguo era traicionado y asesinado por otro, sus guerreros se convertían en ‘ronin’: samuráis deshonrados sin patrón. Algunos sobrevivían como ladrones y asesinos, otros se transformaban en mercenarios. Al final de su carrera Akira Kurosawa también se quedó sin patrón, sus historias dejaron de interesar al Japón moderno y uno de los maestros vivos del cine mundial fue abandonado en un rincón y se convirtió en un viejo dinosaurio sin lugar. No hay verdugo más implacable que el tiempo. A menudo se habla de él como el más occidental de los directores orientales. Kurosawa representa el aliento épico, el drama crispado, es el tipo al que le gustan las películas del oeste y escribe con palabras bien escogidas: «Una película de acción tiene que ser ante todo una película de acción, pero qué cosa más maravillosa e infrecuente si además logra pintar al mismo tiempo la humanidad».

 ‘Los siete samuráis’, con la longitud de Dostoievski, con su enorme ritmo y su lentitud espléndida, no es más –ni menos- que un western capaz de reconstruir una época, ahondar en los conflictos sociales y retratar grandes personajes con una sencillez asombrosa. Unos campesinos contratan a unos samuráis para defender su pueblo del saqueo de unos bandidos que los asaltan periódicamente. No hay fama ni dinero, la recompensa es comida y cobijo. El asedio a esta aldea reconvertida en fortín le sirve a Kurosawa para narrar una de las batallas más soberbias de la historia del cine en la que lo heroico no reside en el despliegue militar, el ruido o la pirotecnia, sino que explota gracias a la épica del pequeño detalle y a la majestuosidad de unos guerreros humildes y vencidos por el tiempo. Luchan para no olvidar el sueño lejano de lo que un día fueron. La maestría con la que maneja los elementos visuales, unida a la importancia fundamental que cobra la naturaleza en sus películas, convierten esta batalla de lluvia y sangre rebozada en el barro en un mosaico de imágenes inolvidables.

 Tan pronto como el pueblo recupera la tranquilidad y los campesinos cantan y siembran, los samuráis se percatan, una vez más, de su soledad. Les ocurre lo que a Ethan Edwards al final de ‘Centauros del desierto’: una vez terminada la misión, alguien cierra la puerta y él queda fuera.


                                                                                                                   (Publicado en La Voz de Galicia)

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