07 julio, 2010

Anatomía del desastre

 El mundo de la gente que trabaja en el cine suele ser muy endogámico. Cuando un equipo técnico se desplaza a un sitio determinado para hacer una película, de alguna manera se produce una “suspensión de la realidad” para cada una de esas personas. Durante ocho o diez semanas dejan a su familia habitual para formar parte de otra “extraña” familia: la del rodaje. Al terminar la jornada de trabajo –normalmente diez horas-, te vas al hotel y, con frecuencia, no te queda otro remedio que compartir tu tiempo libre, de nuevo, con las mismas personas que llevas trabajando todo el día. Y así un día, y otro, y el siguiente…

 Esta situación temporal, para algunos, es ideal, intensa y divertida. Sobre todo para los más jóvenes y nómadas, que gustan de olvidar la rutina de su vida diaria. En este apartado, también te puedes encontrar gente que aprovecha ese “período” como válvula o vía de escape para descansar de su vida o de su familia, así como a tipos de cincuenta años que se comportan como jóvenes de veinte e intentan seguir el ritmo de esos jóvenes como si fuesen “niños-eternos” que huyen hacia delante.
Para otros, en cambio, estas semanas son una situación de transición, un trabajo, saben que volverán a la “normalidad” y a ver a su familia y amigos en un plazo de tiempo corto. Muchas veces aprovechan los fines de semana para volver a su vida. De todo hay.
Este período en el que perteneces a esta especie de familia disfuncional, se asemeja bastante a la vida de un circo o a la de una caravana de gitanos, siempre en movimiento, de aquí para allá. Muy del gusto de Fellini.

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 Las personas que se dedican al dudoso –la mayor parte de las veces- arte de hacer películas, y otros menesteres parecidos, suelen poseer una característica común: les encanta contar las mismas historias una y mil veces. Nunca se cansan de repetir los rodajes en los que han estado, las diversas vicisitudes sufridas o las anécdotas supuestamente extraordinarias que dejaron de serlo la octava vez que fueron contadas. De esta manera, las pausas del rodaje, las comidas o las cenas, siempre están empapadas de la tradición oral del gremio.

 Mientras los más veteranos disparan historias, los más jóvenes escuchan atentamente deseando poder contar historias como esas en un futuro. Todavía no se han dado cuenta de que los veteranos están desapareciendo de los rodajes, en un mundo donde los chacales no buscan ni quieren la experiencia (los buenos profesionales tienen la extraña manía de cobrar), la media de edad de los rodajes está descendiendo abruptamente gracias a una tendencia que está en plena expansión: en lugar de contratar a dos personas que conocen su oficio, contrata a cinco que no dominen su oficio pero que cobren poco, es de suponer que la suma de cinco cosas pequeñas de cómo resultado una grande. Los productores siempre usan unos extraños métodos de medición, usan su “matemática particular”.
La mayoría de la gente con muchos años de experiencia, cansados del eterno desgaste de que nadie valore su trabajo y de que les intenten pagar cada vez menos, con el paso del tiempo, acaban abandonando y dedicándose a otra cosa, conscientes de que cada vez su hueco es más pequeño. Por supuesto, siempre hay un eufemismo maravilloso para definir este tipo de situaciones: es “el signo de los tiempos”. En un futuro no muy lejano, los veteranos (esa gente incómoda y poco manejable que protesta por sus derechos) ya no tendrán cabida. Por eso mola tanto cuando los productores salen en los medios de comunicación diciendo que “la industria necesita a los buenos profesionales”.

 Me he desviado del tema. Supongo que esto es lo que se denomina “digresión inútil”. Estaba hablando de esas charlas épicas en torno a la hoguera, pero con mucho menos encanto, que son lugar común en todos los rodajes.
La mayoría de los “disparadores de anécdotas” son como Clint Eastwood, una vez que se ponen a disparar, nunca dejan munición en el arma. La gente del “mundillo” que no gusta de esta parafernalia expresiva, a menudo son considerados “extraños”, cuando no manifiestamente “sospechosos”.

 Hace unos cuantos años, una de estas charlas llamó mi atención. Un jefe de eléctricos afirmaba, durante una comida, haber trabajado en una película donde un F16 (que no tenía nada que ver con el rodaje) llegó a dispararles misiles. El largometraje en cuestión, era una película “maldita” hecha en 1995 llamada “Atolladero”. El argumento versaba sobre una ciudad del oeste, llamémosle “fronteriza”, ubicada en ninguna parte y que recibía la visita de una nave extraterrestre de la que bajaban unos dinosaurios dispuestos a invadir el planeta. Esta invasión sauria era repelida a balazos por el consabido sheriff y unos cuantos vaqueros entre los que estaba, como actor, Iggy Pop, la estrella del rock. Un western con dinosaurios. Simplemente maravilloso.

 He de reconocer que esta charla fue divertida y enriquecedora. Normalmente, el peso específico de esas pequeñas historias aumenta si en su desarrollo hay nombres importantes como Spielberes, BudyAllens o acontecimientos grandilocuentes como un ataque con misiles. Qué importa que lo que te cuentan sea verdad, mentira o una simple exageración si la historia es verdaderamente buena.
La cosa quedó ahí, enterrada en la memoria, y yo me olvidé de esta historia hasta que, hace unas semanas, un libro se cruzó en mi camino. El libro se titula Making Of. Oscar Aibar. Editorial Mondadori. Oscar Aibar es la persona que dirigió la película “Atolladero” (francamente, ya el título no hacía presagiar nada bueno, la verdad) y en el libro desgrana pormenorizadamente lo que allí ocurrió.

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 “Corazón en Tinieblas” (rodaje de Apocalypse Now) o “Lost in La Mancha” (rodaje de la no-película de Terry Gilliam) son ejemplos de documentales que narran de forma espectacular cómo se va apoderando de un rodaje una inercia negativa imparable que lo convierte todo en un auténtico infierno. En este caso en concreto, el atolladero lo formaban cosas como una climatología adversa, un actor que se muere durante el rodaje (con escenas por hacer, claro), un equipo técnico en tu contra que no cobra desde hace semanas y… sí, un F16 que te dispara misiles. Si queréis saber como es posible que te disparen unos misiles, me temo que tendréis que leer el libro.

 Este libro pertenece a esa estirpe, la de la desgracia inevitable. El autor hace una autopsia del desastre que fue su propio rodaje, convirtiendo el libro en una especie de exorcismo personal donde percibes, de forma inquietante, que las heridas todavía están sin cauterizar, todavía supuran. Quizá el libro es algo así como el intento de que, por fin, aparezca una cicatriz.

 El acercamiento de Oscar Aibar a la hora de narrar su propia pesadilla es un acercamiento a través del humor, del disparate, con la ironía que te proporciona la distancia, con acidez y sin autocompasión, victimismo ni piedad para consigo mismo, lo cual es de agradecer. Llega un momento donde la historia se parece al mito de Sísifo, esa metáfora del esfuerzo inútil del hombre. En el infierno, Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio.
Mientras las desgracias se van sucediendo una tras otra y se van sumando de forma ominosa haciendo del rodaje una losa imposible de mover, el director, se convierte en una especie de saco de boxeo, le llueven los golpes de todas partes mientras él se balancea intentando encajarlos de forma digna.

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 Sin poner énfasis en ello, de forma subterránea, el libro aborda otro tema del que se habla poco en todos los libros referidos al cine: la soledad del director.
En un mundo donde la gente cree una cosa, dice otra y hace otra distinta, al principio, todo suelen ser lisonjas, ejércitos de aduladores y palmaditas en la espalda alabando el talento de Supremo Hacedor que posee el director.
Hasta que la cosa se tuerce. Es entonces cuando la figura del director empieza a parecerse, en tamaño y forma, a la de un saco de boxeo.

 El libro puede interpretarse como un manual de supervivencia. El manual de alguien que empieza la película con ilusión y, poco a poco, va germinando en él la duda de si será capaz de sacar adelante un rodaje cada vez más parecido a un cataclismo. Al final, el director ya no se preocupa de dirigir nada, se limita a sobrevivir a esto, su único deseo agónico es terminar la película. Como sea.

 Casi siempre, estos rodajes-catástrofe se producen por razones puramente materiales, la codicia o el morro infinito de algún productor, ineptitudes varias etc. Pero hay otras ocasiones donde se produce una especie de cadena de desastres casi sobrenaturales que lo arrastran todo a su paso y que convierten el remontar la situación en una tarea totalmente imposible.
También es un manual de advertencia para los nuevos directores. Cada vez que das comienzo a un rodaje tiras una moneda, la mayor parte de las veces sale cara, pero en alguna ocasión, la fatalidad está agazapada silenciosamente detrás de la esquina y sale… cruz.

 Voy a terminar con la definición de rodaje que hizo Gordon Willis, posiblemente uno de los directores de fotografía más prestigiosos que ha habido. El concepto de rodaje que tenía este fulano está un poco alejado del supuesto glamour que poseen este tipo de eventos, y eso que nadie le disparó un misil.

 “Rodar es pasarlo mal. Hay mucha gente alrededor, hay que tomar cantidad de decisiones de última hora; es fácil perderse y además es agotador. Yo siempre digo que hacer una película es como extraer carbón, pero hay gente que no me entiende”.

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