25 febrero, 2016

La leyenda del indomable

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 Existe la posibilidad de que cuando Howard Hawks proclamó: «Tengo diez mandamientos. Los nueve primeros dicen: ¡no debes aburrir!», estuviese subestimando las grandes posibilidades del tedio a la hora de generar historias. El aburrimiento puede ser absurdo y radiante, incluso puede alterar la economía, como al inicio de 'La leyenda del indomable', cuando Luke (Paul Newman) descabeza con una cizalla todos los parquímetros del pueblo. Hay personas que odian los sitios que suman calor, cantos de cigarra, gasolineras vacías y perros con tres patas, pero sobre todo no soportan que no haya nada que hacer, por lo que dan rienda suelta a su creatividad y procuran ver cómo arde Roma con una lira en la mano, o se inspiran haciendo obra social en un aparcamiento. Luke es un héroe de guerra cuya única medalla es un abridor de cervezas que lleva siempre colgado del cuello a modo de declaración de intenciones. Ese es todo su escaparate. La performance de los parquímetros le cuesta dos años de prisión y 'La leyenda del indomable' se convierte en un relato carcelario sobre la libertad y la negativa tajante de algunos humanos a verse sometidos. Paul Newman interpreta a un tipo rebelde cuya cabeza es un contenedor de soledad. No le importa el hostigamiento, para él flexionar las rodillas nunca es una opción. Imposible de doblegar, enseguida se convierte en la referencia de sus compañeros de cautiverio, que no dan crédito: un hombre libre en presidio, vaya ocurrencia. Los tipos como Luke, aquellos que no saben adaptarse, que solo sobreviven a su aire, libres y despreocupados, fabrican atmósfera, generan tal cantidad de oxígeno a su alrededor que se les permite todo... menos ganar. La sociedad siempre cobra sus disidencias y estos ejemplares suelen morir riéndose del despilfarro que supone su extinción.

 Paul Newman aprovecha 'La leyenda del indomable' para afilar una retranca que un par de años más tarde ('Dos hombres y un destino', 'El golpe') se convertirá en legendaria. Su capacidad para generar complicidad en la grada, su mirada, la más traviesa de la historia del cine, y su compadreo con el espectador son irresistibles. Aquí se mete al público en el bolsillo gracias a la picaresca de esas fugas sucesivas con ladridos de sabueso en la distancia y a esa escena mítica en la que se come cincuenta huevos cocidos en una hora, no se sabe si por ganar la apuesta o, simplemente, por darle la razón a Howard Hawks.


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

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