14 octubre, 2014

Los Goonies

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 La facilidad con que ‘Los Goonies’ traslada al espectador al pasado la convierte en una magdalena de Proust. Una máquina del tiempo con dirección única: la infancia. Al ver hoy esta película, uno se siente transportado a aquella época en la que sudar no era sudar, era oler a clase de gimnasia. Descubrir un agujero en el bolsillo, por el que había escapado tu canica favorita, era comparable a cualquier drama existencial de la literatura rusa. Un día después de semejante percance, ya plenamente recuperado y sin necesidad de psicoanalista, estabas tirándote por un terraplén, compitiendo por ver quién escapaba de una lesión craneal.

 Esa sensación de alegría, de recreo eterno, es muy difícil de atrapar en una pantalla, véase sino el último intento de J.J. Abrams con ‘Super 8’. Lo tiene todo: aspecto, historia, presupuesto, y sin embargo no funciona. Posee una cualidad insípida, como de acelga. Le falta chispa. De manera inconsciente, el público se percata de que no es ‘E.T’, ‘Indiana Jones’ o ‘La princesa prometida’, que sí poseen ese aroma de aventura que rima con ‘Hukcleberry Finn’ o ‘La isla del tesoro’. Los niños que asistieron al estreno de ‘Los Goonies’, ahora adultos, martillean a sus hijos para que la vean, como si legasen una antorcha nostálgica capaz de destruir al sucedáneo: los videojuegos. Este matiz hereditario logra que algunas de aquellas películas de los 80, con mejor o peor fortuna, crucen el tiempo ilesas. Los tipos que las fabricaban, expertos en dar portazo a la metafísica y la trascendencia con tal de regatear al enemigo más temible, el bostezo, eran cuentistas como Joe Dante, Richard Donner, Rob Reiner o Steven Spielberg, ahora más perdido en este territorio. Spielberg poseía tal dominio de la infancia que terminó por subestimarla para acometer proyectos serios, con un aburrimiento logradísimo.

 Todos estos cineastas que relataban hazañas con un grupo de chavales y unas bicicletas cuesta abajo, eran niños grandes capaces de hacer creíbles cuevas misteriosas, cataratas subterráneas, besos furtivos o un mapa del tesoro en una buhardilla. Fantasía, en definitiva. Una vez tuve una infancia que aún dura, piensa mucha gente cuando vuelve a encontrarse con ‘Los Goonies’. Recuerda a aquello del sapo que cuando le preguntan a qué se debe su preferencia por comer luciérnagas, responde: porque brillan.


                                                                                             (Publicado en La Voz de Galicia)

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