08 octubre, 2014

El golpe

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 Es famosa una sentencia de Picasso en la que afirma que cuando los críticos se reúnen para teorizar, los artistas lo hacen para hablar de tipos de aguarrás. Rebajar la euforia, dar a la trascendencia una naturaleza raquítica, de eso trata el comentario. George Roy Hill es uno de esos artesanos que hablan de aguarrás: su cine es el de alguien que se pone al servicio de la historia que cuenta, sin ínfulas, florituras ni protagonismos. Hace aquello por lo que le pagan: dirigir. Y lo hace bien. Pertenece a esa raza de cineastas que, acompañados de un buen guión y una buena producción, reparten rayos de sol al pasar. Así ocurrió en ‘Dos hombres y un destino’, que se sigue sin pestañear, y lo mismo sucede en ‘El golpe’, un divertimento maravilloso, audaz, de alegría contagiosa.

 Robert Redford, virtuoso del pequeño trapicheo, se convierte en becario de Paul Newman, un superdotado a la hora de planificar chanchullos con clase, y dueño de una mirada que le lleva la contraria al aburrimiento. Lo que hace Newman aquí con una sonrisa debería formar parte de los temarios de las escuelas de interpretación. La música que los acompaña parece compuesta con la felicidad de un gato que camina sobre las teclas de un piano. Al escuchar las primeras notas te asalta la expectativa de que lo que te aguarda solo puede ser muy bueno. La frescura con la que los dos protagonistas convierten la realidad en un gran teatro hace que uno tenga ganas de habitar ese mundo de estafas, compadreos y timbas clandestinas con el rastro de los colores de Hopper. El argumento describe un timo de altos vuelos como si de una obra teatral se tratase, con sus preparativos, su desarrollo, su gran estreno y su resultado. Una farsa repleta de momentos inolvidables con el ritmo y la ligereza de esas columnas de Julio Camba atravesadas por un tono de travesura que atrapa sin remedio.

 ‘El golpe’ está fuera del tiempo, forma parte de ese género de películas a las que uno viaja con frecuencia a lo largo de la vida. Aparece a cualquier hora en un televisor y te quedas enganchado, otorgando una prórroga a asuntos más urgentes pero menos provechosos. Cada vez que la veo me asombra el estilo con el que Newman y Redford, al final de la película, se alejan de espaldas a cámara con la  elegancia de la clandestinidad y la maleta de la gente que siempre está de paso.


                                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia) 

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