11 marzo, 2015

Una luz en el hampa

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 Samuel Fuller comenzó siendo chico de los periódicos en los años veinte. Prosperó en el gremio y durante la Depresión recorrió el país trabajando como reportero de sucesos: crímenes, linchamientos racistas y miseria eran el núcleo de sus crónicas. Durante la Segunda Guerra Mundial estuvo en varios desembarcos – incluido el matadero de Omaha Beach – y más tarde filmó la entrada en el campo de exterminio de Falkenau. Con este equipaje no es de extrañar que abra sus películas a bocajarro, sin preámbulos ni presentaciones. Fuller plantea sus historias con ese tic del columnista que estructura su texto con el artificio de una bomba de palenque: agarra al lector por la solapa con el silbido insólito de una primera frase brillante y remata la faena con una explosión.

 La apertura de ‘Una luz en el hampa’ ya nos avisa: estamos ante una película ígnea. Una prostituta (Constance Towers) está apaleando al chulo que la ha querido engañar. El montaje alterna planos desde el punto de vista del tipo que recibe la paliza con planos del chulo siendo golpeado. La habilidad narrativa de Fuller consigue sumergir al espectador en la pelea de tal forma que a veces tiene la sensación de golpear y, en el plano siguiente, de recibir los golpes. Tan violenta es la secuencia que en uno de los lances, de improviso, a ella se le cae la peluca y descubrimos que tiene la cabeza rapada. Cuando cree que el hombre ha recibido su merecido, se acerca a un espejo y vuelve a ponerse la peluca. Mientras se peina, y vemos su rostro de satisfacción en primer plano, comienzan a solaparse los títulos de crédito. El tono de pesadilla del arranque es inolvidable. Dos minutos y Fuller ya nos ha dado una paliza.

 La dignidad de las personas, la soledad y los personajes inadaptados, siempre encuentran un asiento libre en el cine de este director que suele repetir, de un modo u otro, el relato de un individuo solo luchando contra todos, incluido él mismo. Es el caso de la prostituta reformada de ‘Una luz en el hampa’, que llega a un pueblo intentando olvidar su pasado y termina siendo la única persona honesta del lugar. Lo inesperado, la incertidumbre, suelen convertirse a menudo en la más valiosa mercancía de Sam Fuller. Imposible adivinar en sus películas qué va a suceder a continuación. No puede ser de otra manera tratándose de un director que, en ocasiones, dispara al aire un revólver con munición real en lugar de gritar: ¡Acción! 


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

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