04 marzo, 2015

Más allá de Río Grande

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 Robert Parrish, montador antes de pasar a la dirección, obtiene un Oscar por el montaje de ‘Cuerpo y alma’ y unos días después recibe una invitación para comer con John Ford, que desea celebrar el premio. Al terminar la comida, justo antes de marcharse, Ford enciende su pipa al estilo Innisfree, como Michaleen Flynn, digamos, dosificando el suspense y utilizando el silencio como generador de expectativas. Después de fumetear con lentitud dos o tres veces, por fin habla, como sin referirse a nadie: «He oído por ahí que has ganado un Oscar». «Sí», responde Parrish. «Yo tengo siete», continúa Ford. «Lo sé», dice Parrish. «Verás, hay un lugar en Hill Street, entre las avenidas Quinta y Sexta, donde si llevas tu Oscar y pones quince centavos te dan una buena taza de café». «¿Tiene la dirección exacta?», pregunta Parrish en tono divertido. «Lo que quiero decir – remata Ford – es que lo único importante en este negocio es seguir trabajando. Felicidades y buena suerte».

 Robert Parrish siguió trabajando y en su quehacer como director rodó algunas obras dignas, unas cuantas mejorables, y dos perlas casi desconocidas: ‘Llanura roja’, una rareza filmada en Ceilán con Gregory Peck, y ‘Más allá del Río Grande’, un western de paisaje azteca azotado por un viento de Comala que susurra a los fotogramas. El argumento enfrenta dos mundos separados por un río que marca una frontera racial. De un lado, los blancos, que ven México como un territorio violento y corrupto, y del otro, los mexicanos, que pronuncian la palabra ‘gringo’ con el ímpetu de un escupitajo. Robert Mitchum interpreta a un pistolero que entierra el revólver y comparte el protagonismo con un caballo llamado ‘Lagrimas’. Huido de la justicia, cruzó la frontera hace años y, a pesar de que ya no es norteamericano del todo, en México nadie lo acepta como uno de los suyos. No pertenece a ningún sitio. Se asemeja a un objeto perdido en busca de cobijo, de una patria, si es que algo así existe. Su personaje posee la melancolía de los desarraigados que tanto gustaba a Peckinpah, de hecho, dibuja con diez años de antelación la desesperación subterránea de aquellos tipos vencidos de antemano que formaban un grupo salvaje. Ignoro si Parrish se acercó a ese garito de Hill Street tan idóneo para disipar euforias, pero la manera de contar este relato, que convierte la modestia en la báscula que todo lo pesa, indica que sí.


                                                                                      (Publicado en La Voz de Galicia)

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