06 enero, 2015

El seductor

 photo Elseductor1_zps611fae2e.jpg

 Don Siegel está filmando ‘Dos mulas y una mujer’ con Clint Eastwood cuando éste le cuenta que acaba de terminar una novela muy extraña. «No sé si me gusta mucho o poco para hacer una película. No he entendido nada. O quizá he entendido demasiado». Siegel la lee y se percata de que el material, arriesgado y transgresor, es muy osado para las tragaderas del cine americano de la época. Valores como el patriotismo, la fidelidad, la castidad o la pureza son ensuciados con regodeo siniestro. «¿Qué te parece si somos europeos?» le dijo Siegel.

 Así comenzó la producción de un cuento gótico de filo cortante, belleza cautivadora y crueldad subterránea, que muestra con la dulzura sedante del láudano cómo la falsa virtud conduce al horror. Luz de candelabro, un cuadro salido de un relato de Edgar Allan Poe, la atmósfera opresiva de ‘La semilla del diablo’, una pierna amputada que, embelesado, enterraría Buñuel en cualquier jardín de su filmografía y una niña-verdugo, en realidad una Caperucita Roja que devora al lobo, son algunos de los elementos que manejan con gran ambigüedad Eastwood y Siegel en este vericueto turbio titulado ‘El seductor’. Un soldado de la Unión herido en territorio sudista es auxiliado y escondido en un colegio de señoritas cuyos muros procuran que la guerra de Secesión sea un eco lejano de una novela de Ambrose Bierce. En ese mundo de mujeres que es invadido por un hombre, Eastwood, como no, se convierte en objeto de deseo. Vulnerando las líneas rojas de cualquier tratado sobre manipulación, coquetea con todas y se felicita por su reclusión en un corral que le permite ocultar su naturaleza de cuervo mientras presume de gallo.

 La habilidad de Don Siegel al dosificar la claustrofobia y aliñar esta convivencia de convento con una turbiedad pegajosa, llena de celos, represión carnal, expectativas y venganzas, es de tal maestría que el internado parece un desagüe de maldad. Poco a poco, la tiniebla va entrando. Esa primera cena con un travelling circular que convierte la secuencia en un sutil aquelarre, o la última cena, una obra maestra de la tensión narrativa, delatan a Siegel como un director con un manejo del claroscuro y un pulso soberbios. Eastwood se refugia en un caserón habitado por doncellas creyendo que tiene el monopolio de la astucia. No oye el ruido del hacha al afilarse. Por muy retorcido que sea uno e intente predecir lo que va a suceder aquí, sus perspectivas se verán ampliamente superadas. Más le habría valido entrar con el poncho, el sombrero y el revólver.


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario