16 junio, 2015

La entrega

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 Con Dennis Lehane, el tipo verdaderamente peligroso ya no necesita parecerlo. Nadie lo ve venir. No pronuncia frases grandilocuentes ni fabrica ironía con los diálogos, incluso parece un poco menguado, como Bob Saginowski, el protagonista de ‘La entrega’. Bob (Tom Hardy) trabaja de camarero en el bar de su primo Marv (James Gandolfini), ahora administrado por la mafia chechena que, en ocasiones, utiliza el local como punto de entrega del dinero sucio de la organización.

 Lehane cuenta lo que ocurre cuando el dinero cambia de manos como si todavía estuviese trabajando en ‘The Wire’, serie para la que escribió varios episodios, y lo hace de la misma forma que David Simon, Ed Burns o George Pelecanos, es decir, retratando el suburbio. Calles congeladas, farolas que dejan caer a disgusto una luz oxidada y gente que camina con el cuerpo encogido rascando el frío con las manos en el fondo de los bolsillos. Ese es el paisaje áspero de ‘La entrega’, el de las vidas que no van a ningún sitio en un barrio sin burladeros que permitan escapar. Parroquianos pontificando delante de la barra acerca del último fichaje de su equipo conviven con idiotas que sueñan con dar un último golpe que los retire y terminan recibiéndolo, y con mafiosos chechenos que gustan de amortizar el espacio con gran eficacia a la hora de transportar cadáveres y poseen el sentido del humor de un bedel de funeraria: «¿Ha entrado?» «Pse… ha habido que romperle las piernas, pero ha entrado».

 El guión que Lehane adapta de su propia novela dosifica con acierto esas miradas esquinadas y con sobrepeso que Gandolfini ha convertido en marca propia, mientras Tom Hardy, con su soledad, su mirada cansada y su culpa por expiar, maneja la película con la soltura de un gran actor que no necesita demostrar que lo es. Le ocurre lo que a Ricky Nelson en ‘Río Bravo’ cuando John Wayne se refiere a la rapidez del chico con el revolver: «Yo diría que es tan bueno que no necesita demostrarlo». Michäel R. Roskam pone su oficio al servicio de este relato criminal y ofrece una dirección funcional y sobria como un árbol pelado. Justo el tono que necesita la historia de Bob Saginowski, con su pasado que nunca pasa página y un futuro inexistente que deja de serlo cuando conoce a Nadia, la chica con cicatrices en el cuello. Dos personajes que el guión dibuja con maestría para que nos demos cuenta de que la soledad no es algo que se tiene, es algo que se lleva.


                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)

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