05 mayo, 2015

Cadena Perpetua

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 El mundo está lleno de expertos en decir hoy que sí, mañana que no y pasado a lo mejor. Luego están las personas, mucho más escasas, que cuando afirman algo o trazan un plan lo llevan hasta sus últimas consecuencias, que además aceptan. A menudo, la coherencia suele denominarse dogmatismo, obstinación, con suerte, tozudez. Este tipo de personajes, con paciencia de enterrador y rácanos con las palabras, suelen protagonizar películas en las que su llegada hace mejores a los demás. Andy Dufresne (Tim Robbins) es uno de estos empecinados. Con su mirada de párvulo y su silencio elocuente se dispone a cumplir condena en el presidio de Shawshank.

 En su primera visita al comedor encuentra un gusano en la comida. El anciano que está enfrente lo guarda rápidamente en su bolsillo interior, del que asoma la cabeza de un pajarillo que se apresura a engullirlo. Ese anciano se llama Brooks y lleva cincuenta años de cautiverio. Su bolsillo interior contiene la negativa a ser reducido a la condición de animal, de mero ganado, y su vida es la de alguien tan acostumbrado al encierro – el guión lo denomina pulcramente «estar institucionalizado»– que su puesta en libertad supone su condena a muerte. La manera con que el sistema le retira la jaula y le roba su mundo se antoja cruel y gratuita. Como matar a un ruiseñor, diría Atticus Finch. La pequeña (por corta) historia de Brooks calienta de tal forma el horno de esta película que el relato crece de forma imparable. ‘Cadena perpetua’, rodada por Frank Darabont con una destreza incuestionable, contiene todos los lugares comunes del género: el jefe de celadores sádico, el alcaide corrupto, el reo-empresario o ‘conseguidor’ de la penitenciaría (Morgan Freeman), la pelea diaria por la supervivencia y la dosificación de la esperanza.

 Si queda alguien que desconoce la amistad que surge entre Tim Robbins y Morgan Freeman, narrada con una voz en off profunda, lúcida y evocadora, y lo que ocurre con un póster de Raquel Welch, merece la pena que ese alguien la vea y yo me calle aquí mismo. Billy Wilder rubricaría con gusto la audacia del truco narrativo que muestra el correr del tiempo con el póster de la actriz de moda, reutilizado en la resolución final de la película. Una idea que comienza con la proyección de ‘Gilda’ y el póster de Rita Hayworth colgado en la celda del protagonista. Si el cine es sinónimo de evasión, pocos sitios tan adecuados como una cárcel para proyectarlo.


                                                                         (Publicado en La Voz de Galicia)

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