10 diciembre, 2014

Pasión de los fuertes

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 Los profesores de mi colegio no soportaban ver a los chavales con las sillas apoyadas en las dos patas traseras y balanceándose adelante y atrás. Probablemente ignoraban (la mayoría de los alumnos también) que era un homenaje a la puesta en escena de ‘Pasión de los fuertes’, a ese momento en que Henry Fonda apoya la pierna en una columna y se balancea para compensar la ausencia insoportable de una de esas mecedoras que habitan los porches de John Ford.

 Recién llegado de la II Guerra Mundial, Ford demuestra lo poco que necesita para construir la leyenda mil veces cantada del duelo en OK Corral entre Wyatt Earp –acompañado por el tuberculoso ‘Doc’ Holliday – y los Clanton. Algo de polvo del desierto a contraluz, unas tabernas humeantes, Monument Valley, por supuesto, y ese andar sereno y elegante, tan próximo a un ave zancuda, de Fonda. Sin aspavientos, dirige una película irregular en lo argumental y espléndida en el aquel de fabricar imágenes para la memoria. Wyatt Earp de espaldas alejándose bajo la lluvia, las noches expresionistas, comparables a cualquier obra maestra del cine negro, y esos paisajes tectónicos, con cielos de catedral que ocupan las dos terceras partes del fotograma, proporcionan una hondura elegíaca que carga la película con un aliento más contemplativo que épico. Un western cercano a la poesía. Nadie rueda como Ford esos grandes planos generales que son a la vez planos cortos, como si el espectador hiciese un travelling mental que lo acercase al pensamiento íntimo de los personajes.

 A veces los escritores necesitan dejar un texto macerando para después volver a él ya en frío y poder editarlo de manera más objetiva. Durante el rodaje, el director irlandés solucionaba este problema de perspectiva cambiando el parche de ojo. Qué sencillas parecen las películas cuando las afina el tuerto. Nunca hubo mostrador de ‘saloon’ mejor filmado que aquí. Ni más expresivo. Parece una pista de aterrizaje por la que se deslizan suavemente los choques de miradas, o una frontera en la que reinventar el mundo frente a una botella, como ese momento en el que Fonda descubre al Julio Camba de la hostelería cuando pregunta: «Mac, ¿Nunca has estado enamorado?» «No –responde Mac –. He sido camarero toda mi vida».


                                                                                     (Publicado en La Voz de Galicia)

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