29 agosto, 2012

Las polaroid de Kertész

 A veces ocurre que hay épocas y lugares que parecen campos de concentración de genios. Woody Allen se cachondea de todo esto en su película Medianoche en París. Robert Capa, Brassaï o Man Ray son una pequeña muestra de los fotógrafos emigrantes que rondaban el París de los años treinta. La mayoría se hicieron famosos en ese tiempo, recorriendo las calles, intentando ser surrealistas y, sobre todo, trabando amistades. Retrataban a pintores como Mondrian o Chagall, a escritoras como Colette o a directores de cine como Eisenstein. Da la sensación de que bajabas al estanco y te podías encontrar a Hemingway buscando una pelea que reafirmase su hombría o a Picasso tirando a una mujer escaleras abajo. Cosas de la emigración de lujo una vez que el presente se ha encargado de idealizar el pasado.

 André Kertész era uno de los que estaba por allí e hizo lo que todos, comprarse una Leica. Utilizaba un objetivo al que pocos fotógrafos prestan atención: los pies. Hizo un retrato de París a fuerza de sumar escenas callejeras en las que captaba instantes cotidianos con tal precisión que se convertían en íntimos, en una cosa cercana a la poesía. Inventó eso de detener el tiempo en un instante mágico para que luego Cartier-Bresson lo asumiese como un descubrimiento propio.

 Nadie retrató a tanta gente leyendo o tantas sillas o tantos tejados. Tenía una extraña predilección por verlo todo desde arriba, como un pájaro.

 Con el auge del nazismo, las revistas sólo estaban interesadas en temas políticos y dejaron de comprar sus fotos. Al parecer, esa escasez de trabajo hizo que se marchase con su mujer a Estados Unidos, un sitio en el que nunca estuvo a gusto. A lo largo de su carrera, su esposa Elizabeth ejerció de modelo involuntaria para muchas de sus fotografías. Le encantaba retratarla, de hecho, en múltiples ocasiones ha declarado que su imagen favorita es un autorretrato de los dos tomando un café que disparó en el año 1931. Durante las décadas que vivió en América trabajó para varias revistas, tuvo trifulcas con todos y se pasó la vida quejándose de lo poco valoradas que eran sus fotos. Sólo había una constante: cada vez que tenía ocasión repetía que todo lo que había conseguido se lo debía a su esposa.

Photobucket

 Elizabeth murió de cáncer en 1977 y los días empezaron a parecerse unos a otros de forma desoladora para André Kertész. Poco después, en 1979, le regalaron una cámara polaroid con la que sacaba fotos a los tejados desde su apartamento de la quinta avenida del que apenas salía. Se divisaba todo Washington Square. Kertész cuenta que un día, paseando por su barrio, descubrió unos pequeños bustos de cristal en la ventana de una librería. Afirma que el hombro y el cuello le recuerdan a su mujer. Durante meses y meses fue y volvió. Los veía a través del cristal.
Un día entró y los compró.

 Una vez en casa, los colocó en el alféizar de su ventana y comenzó a sacar polaroids. Por las mañanas, por las tardes, esperando la luz adecuada, André Kertész vuelve a su mundo de reflejos, de abstracción, de poesía, de distorsiones. Y ese señor de fotos en blanco y negro consigue arrancar unos colores maravillosos y unos encuadres exquisitos en el tiempo de descuento. Hasta nos dice que la fotografía puede ser una terapia contra la tristeza.

 Aquel que tanto viajó, ahora viajaba a través de su ventana. Lejos de hacer lo que todos, mirar las fotos viejas de los que ya no están, decidió hacer unas nuevas. Siguió retratando a su mujer. Si alguien desea ver el resultado, puede ver muchas de esas imágenes en este enlace. También en el vídeo que ejerce de punto y aparte en este post.

 

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