17 octubre, 2010

Un país sin verdad

 Tengo una extraña aversión por los libros voluminosos. Esta rara manía, sin duda algo absurda, hace que siempre escoja libros cuya lectura no me va a llevar más de tres o cuatro semanas. Ya sé, los libros deberían escogerse en función de su contenido y tal, no por su aspecto, pero no soporto estar mucho tiempo con el mismo libro, necesito avanzar, ver que acabo unas historias y empiezo otras. Llevo el ritmo de aquel que parece que siempre escapa de alguien.

 Cuando era pequeño (aún lo soy), la cualidad principal de una pieza de ropa era su resistencia. “Que dure”… decía mi abuela. Eran otros tiempos, se asociaba la longevidad de una prenda de ropa con su calidad. Hoy en día, la gente disfruta comprando a gran velocidad ropa de escasa vigencia, su principal cualidad es que sea barata. Los creadores de tendencias, dominadores de mercados y convencedores de voluntades deseosas de ser convencidas, nos dicen (nos repiten) que esto es lo bueno. Unos lo llaman renovar el fondo de armario (cada semana), otros trabajan para convertir en deporte olímpico el “ir de compras”, y con razón, el cronómetro juega un papel principal en esa especie de gymkhana técnica. Ir de compras tiene mucho de competición, sobre todo en rebajas. Quizá algún purista afirme que hay una ausencia evidente de espíritu olímpico, esto no es del todo cierto, en pocas actividades existe un afán de superación como el del primer día de rebajas, solo que no intentas superarte a ti mismo sino a otros. Además, ¿qué espíritu olímpico posee el ping pong?. Aquellos que gustan de ejercer la crítica social tienen una palabra, sin duda más cómoda, para definir todo esto. Lo llaman consumismo y ya está.

 Quizá algo de todo esto me ocurre con los libros, quizá soy un esclavo de los tiempos, un consumista de celulosa. Sea como fuere, soy amante del libro ligero, ese que no hace aminorar la velocidad del metro con su peso. Esto, como todo, tiene un doble filo: siempre sentiré una minúscula culpabilidad por no leer “El Quijote” y un intenso alivio por no tener que hacer levantamiento de peso con “Los pilares de la tierra”, obra que podría servir para que las sombrillas no volaran de las terrazas.
Hoy quería hablar de uno de esos libros ligeros. Historias de Roma. Enric González. RBA. Un paseo personal y aleatorio por esa ciudad. Se lee en un parpadeo y se asemeja a una charla de café con un amigo ingenioso que convierte el recorrido de lo contado en una sonrisa.

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 Ignoro si los corresponsales de los medios de comunicación desplazados a otros países ganan mucho dinero o llevan una vida privilegiada, imagino que dependerá de varios factores y que habrá de todo. También imagino que no debe de ser fácil vivir cinco años en Buenos Aires, cuatro en Nueva York, tres en Jerusalén y seis en Pekín, empezando casi de cero en cada nueva ciudad, adaptándote a un nuevo orden social, ritmo de vida, idioma e idiosincrasias propias de ese nuevo país.

 Para enfrentarte a todos los choques frontales que te esperan en tu nuevo destino hay que tener un espíritu de adaptación notable y poseer una cualidad nunca suficientemente valorada: mirar la vida con una curiosidad insaciable.
Esto es lo que más me gusta del libro, la idea de que el viaje consiste en un aprendizaje continuo, sin duda lleno de zancadillas y situaciones donde haces el merluzo. Enric González ha estado de corresponsal en varias ciudades y, cada vez que cierra una etapa y se marcha de una ciudad, escribe un libro sobre ella que tiene más de recuerdo y homenaje que de exorcismo. Ya ha escrito uno sobre Londres y otro sobre su estancia en Nueva York, siempre desde la perspectiva particular de alguien que se ha quemado las puntas de los dedos en innumerables situaciones.

 En esta ocasión le toca a Roma. Asistimos a la historia de un corresponsal (él mismo) que alquila un palacio en Roma, un palacio que siempre estará en obras porque, como todos sabemos, Roma es eterna. Para todo.
El libro hace un retrato caótico (como la propia Roma) de Italia que avanza desde el detalle más absurdo e insignificante hasta los asuntos más importantes de ese país, un país que no lo mueve el petróleo o las finanzas sino que se pone en marcha a través de las propinas.

 Siempre imaginamos Roma en blanco y negro o la asociamos de inmediato con una foto del Coliseo. En este caso, el itinerario es muy distinto, hacemos un recorrido alejado de las guías turísticas o los folletos de viaje por esa ciudad que siempre ha conocido tiempos mejores.
Sobrevolamos una Roma en la que Adriano Celentano sigue siendo un ídolo y un fenómeno televisivo, algo así como si en España Paco Martínez Soria fuese un prodigio nacional. Acabo de pensarlo mejor, viendo las aberraciones que triunfan en España es posible que no estemos tan alejados del señor Celentano.

 El libro nos lleva de visita al sitio donde se hace (dicen) el mejor café del mundo, tostando los granos con leña cada mañana y moliéndolos sobre la enorme cafetera, incluso hacen todo el proceso de espaldas al público para no divulgar “su secreto”. Así es Italia, todo “postureo”. La espina dorsal que atraviesa todo el relato es una frase de Leonardo Sciascia que lo resume todo en sí misma: “Italia es un país sin verdad”.

 Ahí tenemos a Berlusconi como ejemplo viviente. Dado que la verdad o la mentira son consustanciales al ser humano, parece que habrá que catalogar a Berlusconi como perteneciente a la raza humana. He escrito Berlusconi seguido de ejemplo y las palabras han comenzado a pelearse de forma instantánea en mi ordenador, parece que no pueden ir juntas.
Este pajarraco, que es capaz de injertar en su calva pelos procedentes del cogote de su hermana, vive rodeado de cosas bellas y señoritas de vida efervescente con un alto contenido en silicona, hay que recordar que el machismo mantiene una salud envidiable en Italia.

 En la Italia del populismo extremo, de los juicios que quedan en nada, nadie es culpable, nadie es inocente, nada es verdad ni nada es mentira. Otra de las breves y, a veces, exquisitas paradas del libro es la historia del expolio a que fue sometida la heredera del marqués Casati Stampa (una fortuna ilimitada) por un treintañero de nombre Silvio Berlusconi, el fulano que alardea de conocer el precio de las personas. Y posiblemente sea cierto.

 En este trayecto imprevisible y desordenado de anécdotas, pequeñas historias y saltos en el tiempo incluso hay un esfuerzo de documentación sobre antiguos asuntos arqueológicos y piedras diversas donde, de forma inteligente, el autor se remonta al pasado para explicar el presente. El mosaico que escribe Enric González sobre Italia viaja desde la historia antigua hasta sus propias experiencias personales por las que circulan retratos de amigos atrapados irremediablemente por Roma. Puede que no les guste todo lo que hay a su alrededor pero acaban hechizados, rendidos a su influjo. Me recuerdan a aquella frase de Woody Allen que hablaba de un restaurante donde daban de comer bazofia y encima las raciones eran tan pequeñas…

 Es un libro de sonrisa cómplice. Que no es poco.

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