Estos días, está circulando por internet un spot que arrejunta a un gran número de cómicos españoles que, al parecer, han reunido para hacernos llegar el mensaje de que la cosa no está tan mal. Ya sabéis, la crisis y eso. El patrocinio de este cónclave humorístico en forma de merendola de cementerio, corresponde a una conocida marca de embutidos. Afirma que "No debemos dejar que nada nos quite nuestra manera de disfrutar de la vida". El anuncio, posee un horroroso tufo a conformismo y un buenismo cutre e insoportable. Esto último, me hizo recordar a un director de cine clásico al que siempre se acusó de buenista, decían que, en sus películas, los buenos eran excesivamente buenos y los malos excesivamente malos. Ahora, esto es de una modernidad aplastante. En el mundo actual, la bondad ya no está de moda. Los buenos son confundidos (o tomados) por tontos, mientras que los malos... pues siguen siendo excesivamente malos. El director al que me refiero se llama Frank Capra, un director-boomerang, cada cierto tiempo, su forma de entender la vida vuelve a cobrar actualidad.
Si Dickens popularizó la Navidad como tal en la literatura, en el cine ese puesto lo ocupa "Qué bello es vivir", la película que programan todas las televisiones del planeta en Navidad. Como esa película de ángeles que se ganan sus alas y de gente que, cuando llega el momento decisivo, antepone el interés común a su propia vida, ya es de sobra conocida por todos, he decidido escoger otra igual de maravillosa: Vive como quieras. Frank Capra. 1938.
La historia comienza presentándonos a Anthony P. Kirby, un financiero escaso de escrúpulos, por lo tanto exitoso, en la América de la Gran Depresión. Uno de esos tipos que (al igual que hoy en día) piensan que el universo es suyo y los demás estamos de visita. Algo así como un Emilio Botín con el rostro de Edward Arnold.
Su empresa planea hacerse con todos los terrenos que rodean a su principal competidor y arruinarlo, convirtiéndose así en el dueño del monopolio más grande del país. Sólo tiene dos problemas: su hijo (James Stewart) está enamorado de una secretaria capaz de descolgar el teléfono con la boca. El otro problema consiste en una casa situada en el terreno codiciado (es decir, justo en medio de sus ambiciones) que se niega a vender. Él no sabe que los dos problemas son el mismo ya que la secretaria de pasmosas habilidades bucales y enamorada de su heredero, es la nieta del dueño de la casa de la discordia.
La dichosa casa, es una mansión sin grandes muros ni alambradas que, sin embargo, es una embajada o, más bien, una trinchera. En ella ocurre algo raro: da cobijo a la felicidad. Sucede que allí, la gente hace lo que le apetece, el disparate parece ser la única norma. Frank Capra, un tipo que cree en el ser humano, es partidario de que la felicidad, en determinadas circunstancias, se contagia a gran escala. Por eso la casa tiene algo infeccioso. Uno llega a repartir el hielo y se queda para siempre.
Hace ocho años, trajeron por equivocación una máquina de escribir por lo que ahora hay una señora que se dedica a escribir comedias y usa un gato vivo como pisapapeles. También hay un señor que fabrica petardos y utiliza como obrero cualificado a un cuervo amaestrado. Otro aprovecha cualquier ocasión para tocar un xilófono al tiempo que una bailarina entra girando en un salón donde hay un cuadro que cae continuamente de la pared. Acabo esta enumeración con el mejor habitante de una casa de locos donde las personas hacen únicamente lo que quieren, un ruso loco y gorrón llamado Kolenkhov que siempre viene a cenar.
La persona que da sentido y que funciona como el pegamento que mantiene unido todo lo anterior es "el abuelo", el dueño de la casa. Cuentan que una vez fue un empresario de éxito, que un día llegó a su despacho, miró a su alrededor, cogió el ascensor hacia la planta baja y se marchó para siempre.
"El abuelo" cree que hay un delito peor que atracar un banco: fundarlo. Los bancos nacen de la usura, por mucho que lo vendan, su instinto no es la obra social ni la filantropía, buscan como destino último que la gente se endeude, su finalidad es crear esclavos de "la deuda", sujetos por unos grilletes con una cadena imposible de romper a la que denominan "miedo". Los bancos administran las deudas, o sea, el miedo. "El abuelo" odia a los contrabandistas del miedo, a la vez que posee el mayor tesoro que puede tener alguien en una película de Capra: ser querido por todos. Es el corazón de una casa que respira a su ritmo. Él sabe. Él les recuerda que hace falta valor para hacer lo que uno quiere.
Frank Capra siempre fue muy crítico con los poderes financieros, era un heredero del "New Deal" de Roosevelt. Sus películas siempre hablan en voz alta de lo que significa el éxito o el fracaso según la moda predominante. Siempre se le acusó de blando e ingenuo por creer que la solidaridad debería ser el motor del ser humano. Criticaba de manera despiadada a la gente que sacaba beneficio de la desesperación de otros y defendía un concepto de triunfo muy alejado de los cánones de hoy en día, donde el beneficio a costa de lo que sea es el fin último y grandioso.
El que desee saber como acaba la cosa, tendrá que ver esta película idónea para la Navidad. Sólo añadiré que los padres ricos, refinados y presuntuosos, se presentan en esa casa para defender que su hijo no debería casarse con su secretaria. A partir de ahí, todo se convierte en una comedia maravillosa con detenciones, estallidos de solidaridad y uno de los juicios más divertidos que he visto. La comedia siempre ha sido el mejor vehículo para la crítica.
En nuestra vida cotidiana, lo normal es ser testigo de las consecuencias de cosas que desconocemos. En el cine, alguien ha elaborado un guión en el que también somos testigos de las causas que ponen todo en marcha, vemos el proceso completo. Esa es la llave que abre la puerta de la emoción a la que llegan todas las películas de Capra. Aquí, además de hacer sonar la campanilla de la emoción, nos dice que no se puede, no se debe, vivir con miedo.
28 diciembre, 2011
25 diciembre, 2011
Speed of Sound
Coldplay. Se acaba el año y, echando la vista atrás, es alucinante comprobar como las noticias se fueron empujando unas a otras a la velocidad del sonido o, más bien, al ritmo que marcan las redes sociales. La revista "Time" ha declarado protagonista del año al "indignado", para mí lo es la velocidad de los acontecimientos y las redes sociales, aunque quizá sean lo mismo.
Hagamos un repaso somero. Ha sido el año de los tiranos caídos debido a gente que perdió el miedo a tener miedo. Desde Japón llegaban imágenes apocalípticas de un tsunami protagonizando un extraño baile con una central nuclear que dejaba en evidencia, una vez más, la estupidez humana.
Osama Bin Laden fue asesinado, dando carpetazo a una década dominada por el miedo al terrorismo que ahora está retrocediendo y, en su lugar, aparecen extrañas matanzas con germen xenófobo como la de la isla noruega de Utoya.
Los países emergentes, con sus cartas marcadas, se niegan a dejar de emerger. Rupert Murdoch nos presentó a su mujer cuasikarateka en uno de los sainetes del año que, francamente, deja en un lugar penoso a eso llamado periodismo.
También fue el año del Tea Party, esa pandilla de cizañeros y puritanos que poseen el fanatismo de la primera colonia de emigrantes que desembarcaron del "Mayflower" en Massachussets. Quizá se dirigen a Salem.
Hace unas semanas tuvo lugar la cumbre del clima en Durban, todos estuvieron en su lugar, lograron un no acuerdo. Cuando se decide no hacer nada, se logra el consenso.
"Los políticos harán lo que quieran en cualquier caso –al tiempo que sacan tajada para sí mismos- por qué habría de perder el tiempo la gente en tratar de influir en sus actos". Esta era la forma de pensar de muchísimas personas desde no se recuerda cuando. Pero un día una plaza en Madrid comenzó a llenarse de gente. Y me hizo mucha ilusión. Y a otros también. Se les llamó indignados. No tenían solución para los problemas pero acertaban al señalarlos con el dedo. Decían (dicen) que la democracia tiene metástasis, que los países han perdido su soberanía nacional y se reducen a meros vasallos de prestamistas, entidades financieras o bancos mezquinos, provincianos, de un hambre voraz. Que los políticos son una pandilla de incompetentes congraciados con una nueva economía mundial cruel y despiadada. El influjo de los indignados se fue expandiendo por el mundo mientras los políticos se limitaron a esperar que dejase de llover.
Y la crisis. El lugareño, de tanto mirar el escenario en el que vive, ya no lo ve. Con la crisis ocurre lo mismo, ni siquiera los expertos, que ya han dejado de serlo, se aclaran ni son capaces de encontrar respuestas a nada. Hoy en día, todas las formas de pensamiento están guiadas por la economía. No importan las ganancias grotescas de algunos ni tampoco las pérdidas de tantos. Con unos especuladores que han establecido un patrón para medir el miedo de los países, con unas agencias de calificación dedicadas a la rapacidad como Standard & Poor's (que, en palabras de Eduardo Galeano, significa "promedio y pobres") y saqueando de forma global, asomó el hocico la "crisis de la deuda" que, en todo momento, dio la sensación de un sálvese quien pueda. Como dice Mafalda: "lo urgente no deja tiempo para lo importante".
Hemos pasado de los bancos "demasiado grandes para dejarlos caer" a los recortes y la gente de a pie "demasiado pequeña para aguantar". La cosa está tan mal que hay gente que está cansada hasta de estar cansada. El humor comienza a huir. Alguien te puede decir por la calle: “Mira, un gracioso, que Dios le ayude”. Si algo nos ha quedado claro este año es que el futuro ya no es lo que era.
Algunas de estas cosas pasaron por este pequeño blog, otras no. Muchas veces, mi ritmo no es el de la actualidad, mucho menos el del twitter. Para el año que viene he comprado anabolizantes.
Parece que en 2012 el mundo seguirá siendo como el quejido de un perro atropellado, que aúlla y nadie le hace caso. Ya veremos.
18 diciembre, 2011
Yumeji´s Theme
Shigeru Umebayashi. Se le conoce en occidente por ser el compositor habitual de la música de las películas de Zhang Yimou y Wong Kar-wai. Este tema fue creado originalmente para la película "Yumeji", que no tuvo demasiada repercusión. Posteriormente, se utilizó de nuevo en "In the mood for love" donde esa cadencia y ese violín, se pegaron a la película como un sugus al paladar.
Buen domingo a todos.
15 diciembre, 2011
Luigi Ghirri
Luigi Ghirri murió en 1992. Falleció temprano y en voz baja, cuando tenía 49 años. Sus fotografías poseen la genialidad de la sencillez, lo más difícil. Transmiten una sensación de orden, de quietud, con unos encuadres tan pulcros que es difícil no relacionar su trabajo con la arquitectura de líneas limpias. Sus bodegones parecen paisajes y sus paisajes bodegones. Siempre con sus colores desvaídos y con una armonía tan particular que, en algunas fotos, parece que la poesía ocupaba la habitación de al lado.
Muchas de sus imágenes parecen fotogramas extraídos de esas películas, de belleza indiscutible, que Michelangelo Antonioni hacía en las décadas de los 50 y los 60. Una época donde Antonioni, contemporáneo suyo, era un cineasta aclamado por todos los enterados. Los dos poseían un sentido de la composición y un gusto por la arquitectura similar, con ambientes neblinosos y espacios vacíos en los que parece que se escucha el silencio. Luigi Ghirri podría haber sido operador de cámara en alguna de sus películas, salvo por la utilización del color y los actores. En sus fotos, no suele haber esos colores llamativos ni aparecen retratados esos personajes, contemplativos y más vacíos que su entorno, tan del gusto de Antonioni.
Ahora mismo, las cámaras fotografían solas, sólo falta que tengan voz y te echen broncas. Sus automatismos son de ciencia ficción pero, pese a todo, no consiguen reemplazar a las personas que poseen un lenguaje propio, una forma de mirar de un solo uso.
Más abajo, dejo tirado un enlace con más imágenes de este fotógrafo, algunas tienen pegamento para la memoria. Se quedan ahí incrustadas.
Más fotos de Luigi Ghirri --->
Muchas de sus imágenes parecen fotogramas extraídos de esas películas, de belleza indiscutible, que Michelangelo Antonioni hacía en las décadas de los 50 y los 60. Una época donde Antonioni, contemporáneo suyo, era un cineasta aclamado por todos los enterados. Los dos poseían un sentido de la composición y un gusto por la arquitectura similar, con ambientes neblinosos y espacios vacíos en los que parece que se escucha el silencio. Luigi Ghirri podría haber sido operador de cámara en alguna de sus películas, salvo por la utilización del color y los actores. En sus fotos, no suele haber esos colores llamativos ni aparecen retratados esos personajes, contemplativos y más vacíos que su entorno, tan del gusto de Antonioni.
Ahora mismo, las cámaras fotografían solas, sólo falta que tengan voz y te echen broncas. Sus automatismos son de ciencia ficción pero, pese a todo, no consiguen reemplazar a las personas que poseen un lenguaje propio, una forma de mirar de un solo uso.
Más abajo, dejo tirado un enlace con más imágenes de este fotógrafo, algunas tienen pegamento para la memoria. Se quedan ahí incrustadas.
Más fotos de Luigi Ghirri --->
11 diciembre, 2011
For What It's Worth
Buffalo Springfield. Una canción que transporta a los años 60, donde el mundo ya estaba dividido entre los indignos y los indignados. Surgió en ese clima de disturbios y grandes manifestaciones de gente que pedía cambios políticos y estaba en contra de Vietnam, la guerra rockera por excelencia. Después de miles de fotos, documentales y merchandising donde siempre se nos asegura que "Vietnam era así", probablemente tenemos una visión distorsionada. Viendo las películas, uno cree que los soldados americanos se internaban en la selva escuchando a los "Rolling" y, si tenían un mal día, a "The Doors".
Durante varios miles de años el hombre ha desarrollado su estupidez y ahora ya sabemos que una guerra siempre es muy parecida a cualquier otra guerra. Los desafortunados que están a pie de campo se dedican a masticar miedo, sangre, miseria y a atisbar algún episodio de heroicidad casual. Los que más ventaja sacan de una guerra -además de la economía- son los altos mandos militares y los políticos, que aprenden de sus errores para poder repetirlos a gusto más adelante.
La canción dominguera de hoy suele aparecer a menudo en todos esos reportajes tipo "Informe Semanal" que cubren movilizaciones y protestas. En recopilaciones de imágenes bélicas este tema es un clásico. Imposible saber en cuantas películas habrá sonado.
Ignoro quien tiene los derechos pero ha de ser un tipo afortunado.
04 diciembre, 2011
Teardrop
Massive Attack (Live from Abbey Road). Al parecer, este grupo es uno de los socio-fundadores que los hacedores de tendencias han dado en denominar trip-hop. Por supuesto, no tengo ni la más remota idea de lo que significa ese etiquetaje. Lo que sí sé, es que los grupos musicales que han metido debajo de ese paraguas (Portishead, Tricky, Morcheeba...) huyen y abominan de esa etiqueta como si fuese un crotal en la oreja de un becerro.
En un mundo donde todo se nombra y se aglutina con el objetivo de parecer tope cool, el afán por etiquetar es irresistible. El humo se vende mejor con un nombre que suene guay. Imagino que los etiquetadores son "los enterados", esos seres con un olfato que sembraría el terror entre los buscadores de trufas silvestres. Unos fulanos siempre atentos y al borde de la tendencia.
Son, pues, tendenciosos.
Yo, que tengo poco de enterado, sólo digo que me gusta esta canción.
Dejo de garabatear. Feliz resto de domingo.
01 diciembre, 2011
Las polaroid de Tarkovsky
Esta semana ha caído en mis pezuñas un libro de fotografía titulado Instant Light, en el que se reúnen las polaroid hechas por el cineasta Andrey Tarkovsky a comienzos de los 80.
Las polaroid. Ya sabéis, esos cuadraditos de colores desteñidos, con un estilo propio y pertenecientes a una época anterior a la gran manipulación digital de hoy en día. Hace un tiempo se convirtieron en una especie extinguida, junto con sus compañeros de viaje: el revelado casero en blanco y negro, la película de Super 8 y algunos otros. Cuando todas estas cosas ya estaban condenadas a entrar en el territorio de la nostalgia (o en alguna película de Jose Luis Garci) junto con la radio de válvulas y el tocadiscos, resulta que eran cenizas de ave fénix que van y renacen. Ocurre lo de siempre, el tiempo convierte lo nuevo en viejo y lo viejo en nuevo. Cualquier trasto tirado y abandonado en un desván, vuelve montado en un boomerang con cara de haber vencido al tiempo y se ríe de ti. Se convierte en tendencia y le dices vintage.
Parece ser que está creciendo el número de aficionados a las cámaras lomográficas y a las polaroid, con clubes de fans que se dedican a propagar el asunto y todo. Incluso hacen furor (de momento) unas aplicaciones para teléfonos móviles (Instagram, Hipstamatic...) en las que disparas fotos que son una especie de imitación de la estética de la polaroid pero en cutre. No eres un artista pero lo pareces, que es de lo que se trata.
La pasión por la polaroid nació de la comodidad, de la ausencia de esperas por el revelado y demás engorros. Muchos piensan que pudo ser por esos colores tan particulares y atractivos pero eso vino después. Antiguamente, al igual que hoy en día, la mayor parte del éxito de algo reside en su comodidad, en hacerlo fácil. Aún así, creo que hay otro factor más escurridizo e importante, por el cual la polaroid sigue teniendo una curiosa vigencia: la emoción.
Cuando -no hace tanto tiempo- muchos aficionados a la fotografía, revelaban sus propias imágenes en blanco y negro en su laboratorio casero, siempre terminaban usando un término recurrente al hablar de ello, hablaban de "la magia del laboratorio". Esa magia no era más que la emoción de ver como metes un papel en blanco en una cubeta con revelador. La imagen que has fotografiado se materializa ante tus ojos y tú te quedas con cara de que has asistido a uno de los misterios de Fátima en directo. Puede que esté exagerando un poco. Pero sólo un poco.
Las polaroid conservan algo de esa magia, aunque sin laboratorio, luces rojas ni positivados. La gracia de la polaroid se encuentra en la emoción de la toma de la foto más que en el resultado final. Puedes imitar ese estilo con el Photoshop u otros programas, pero lo que no puedes imitar es la emoción que la gente siente al tomar una foto y ver como la imagen se materializa a tiempo real en la palma de su mano.
Esa instantaneidad, esa rapidez y esa emoción es la que se instala en el recuerdo y hace de la polaroid una experiencia distinta a la fotografía digital que, precisamente por su facilidad y su mecánica actual donde sacar una foto ya casi es algo rutinario, acaba cansando. Ahora se disparan las fotos como si tuvieses una metralleta Thompson en la mano. Para muchos fotógrafos es más difícil seleccionar una foto que hacerla.
Dicho esto, y si alguien ha tenido la bondad de mantenerse todavía en este blog pese a este tipo de incisos interminables que me caracterizan, me acercaré con brevedad -lo prometo- a lo que interesaba de inicio: las polaroid de Tarkovsky.
Cuentan, en el libro que he citado al principio, que en el rodaje de una de sus películas ("El espejo"), el señor Tarkovsky iba con un libro debajo del brazo que contenía unas cuantas fotos de su infancia. Al parecer, usaba esa especie de diario de memorias para hacer una recreación exacta de su infancia en algunos de los planos de esa película. Luego para él las fotografías son recuerdos, ventanas al pasado.
Tiene sentido que le gustase ese tipo de formato instantáneo. La forma en que se materializa una polaroid ante tus ojos tiene algo que ver con el proceso mental de una persona al intentar evocar un recuerdo lejano que se va dibujando poco a poco. De alguna manera hay algo asociativo y misterioso en ello.
La luz de las fotografías que aparecen en el libro es prodigiosa. Los colores y los tonos apagados parecen sacados de algunos cuadros de Hopper. Son fotos que poseen una quietud de monasterio, de tiempo detenido, de misterio, de perfiles borrosos, de casas apenas divisadas entre la niebla.
La verdad es que Tarkovsky consigue atrapar la melancolía de las cosas que se están viendo por última vez.
A continuación, dejo un enlace a una página donde se pueden ver todas las fotografías del libro.
Enlace con más fotos --->
Las polaroid. Ya sabéis, esos cuadraditos de colores desteñidos, con un estilo propio y pertenecientes a una época anterior a la gran manipulación digital de hoy en día. Hace un tiempo se convirtieron en una especie extinguida, junto con sus compañeros de viaje: el revelado casero en blanco y negro, la película de Super 8 y algunos otros. Cuando todas estas cosas ya estaban condenadas a entrar en el territorio de la nostalgia (o en alguna película de Jose Luis Garci) junto con la radio de válvulas y el tocadiscos, resulta que eran cenizas de ave fénix que van y renacen. Ocurre lo de siempre, el tiempo convierte lo nuevo en viejo y lo viejo en nuevo. Cualquier trasto tirado y abandonado en un desván, vuelve montado en un boomerang con cara de haber vencido al tiempo y se ríe de ti. Se convierte en tendencia y le dices vintage.
Parece ser que está creciendo el número de aficionados a las cámaras lomográficas y a las polaroid, con clubes de fans que se dedican a propagar el asunto y todo. Incluso hacen furor (de momento) unas aplicaciones para teléfonos móviles (Instagram, Hipstamatic...) en las que disparas fotos que son una especie de imitación de la estética de la polaroid pero en cutre. No eres un artista pero lo pareces, que es de lo que se trata.
La pasión por la polaroid nació de la comodidad, de la ausencia de esperas por el revelado y demás engorros. Muchos piensan que pudo ser por esos colores tan particulares y atractivos pero eso vino después. Antiguamente, al igual que hoy en día, la mayor parte del éxito de algo reside en su comodidad, en hacerlo fácil. Aún así, creo que hay otro factor más escurridizo e importante, por el cual la polaroid sigue teniendo una curiosa vigencia: la emoción.
Cuando -no hace tanto tiempo- muchos aficionados a la fotografía, revelaban sus propias imágenes en blanco y negro en su laboratorio casero, siempre terminaban usando un término recurrente al hablar de ello, hablaban de "la magia del laboratorio". Esa magia no era más que la emoción de ver como metes un papel en blanco en una cubeta con revelador. La imagen que has fotografiado se materializa ante tus ojos y tú te quedas con cara de que has asistido a uno de los misterios de Fátima en directo. Puede que esté exagerando un poco. Pero sólo un poco.
Las polaroid conservan algo de esa magia, aunque sin laboratorio, luces rojas ni positivados. La gracia de la polaroid se encuentra en la emoción de la toma de la foto más que en el resultado final. Puedes imitar ese estilo con el Photoshop u otros programas, pero lo que no puedes imitar es la emoción que la gente siente al tomar una foto y ver como la imagen se materializa a tiempo real en la palma de su mano.
Esa instantaneidad, esa rapidez y esa emoción es la que se instala en el recuerdo y hace de la polaroid una experiencia distinta a la fotografía digital que, precisamente por su facilidad y su mecánica actual donde sacar una foto ya casi es algo rutinario, acaba cansando. Ahora se disparan las fotos como si tuvieses una metralleta Thompson en la mano. Para muchos fotógrafos es más difícil seleccionar una foto que hacerla.
Dicho esto, y si alguien ha tenido la bondad de mantenerse todavía en este blog pese a este tipo de incisos interminables que me caracterizan, me acercaré con brevedad -lo prometo- a lo que interesaba de inicio: las polaroid de Tarkovsky.
Cuentan, en el libro que he citado al principio, que en el rodaje de una de sus películas ("El espejo"), el señor Tarkovsky iba con un libro debajo del brazo que contenía unas cuantas fotos de su infancia. Al parecer, usaba esa especie de diario de memorias para hacer una recreación exacta de su infancia en algunos de los planos de esa película. Luego para él las fotografías son recuerdos, ventanas al pasado.
Tiene sentido que le gustase ese tipo de formato instantáneo. La forma en que se materializa una polaroid ante tus ojos tiene algo que ver con el proceso mental de una persona al intentar evocar un recuerdo lejano que se va dibujando poco a poco. De alguna manera hay algo asociativo y misterioso en ello.
La luz de las fotografías que aparecen en el libro es prodigiosa. Los colores y los tonos apagados parecen sacados de algunos cuadros de Hopper. Son fotos que poseen una quietud de monasterio, de tiempo detenido, de misterio, de perfiles borrosos, de casas apenas divisadas entre la niebla.
La verdad es que Tarkovsky consigue atrapar la melancolía de las cosas que se están viendo por última vez.
A continuación, dejo un enlace a una página donde se pueden ver todas las fotografías del libro.
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27 noviembre, 2011
Prelude
"Prelude (From the Unaccompanied Cello Suite No. 1 in G Major, BWV 1007)". Compuesta por Johann Sebastian Bach e interpretada por Yo-Yo Ma, cello.
La melodía dominguera de hoy forma parte de la banda sonora -maravillosa- de la película "Master and Commander", una historia con el aroma de las viejas películas de aventuras y que pasó sin pena ni gloria en el momento de su estreno. Es una de esas películas que el tiempo irá ubicando en su justo lugar. En un buen lugar. Pensando en esto, me vino a la cabeza la gran cantidad de películas que son nominadas a los oscars y que atesoran una calidad muy superior a la ganadora de esa noche. "Master and Commander" es una de ellas, se vio eclipsada en los oscars del 2003 por la megalomanía de "El retorno del rey", la película que debía ganar por obligación.
Ahora que google te permite hacer rápidos viajes en el tiempo, he estado echando una ojeada por los oscars de las últimas dos o tres décadas y me he topado con lo previsible, que hay unas cuantas películas que partían en la segunda línea de la parrilla -que fueron ninguneadas en la ceremonia- y que ahora emergen con una altura que hace sombra a las que triunfaron.
Vamos con esas películas de segunda línea: No hace falta ir muy lejos, hace un par de años "En tierra hostil" fue la triunfadora en una ceremonia en la que competía "Up", que hubo de conformarse con el oscar de la película de animación y el de su estupenda banda sonora. En el año 2001, "A beautiful mind" ganó varios oscars compitiendo con "Amelie", que se fue de vacío. Quizá el mejor ejemplo de todo esto se produjo en el año 1997, donde "Titanic" arrasó con los oscars que le pertenecían a una película inmensamente superior y extraordinaria: "L.A. Confidencial".
El año anterior, "El paciente Inglés" se llevó todos los premios. Era candidata "Fargo", posiblemente una de las mejores películas de esa década.
En 1990, "Uno de los nuestros" fue la gran perdedora de la noche ante el empuje de "Bailando con lobos". Donde quedan ahora Kevin Costner y el lobo "calcetines".
1988: "Las amistades peligrosas" pierde con "Rain Man". 1986: "Hannah y sus hermanas" pierde con "Platoon". No sigo.
La academia de Hollywood, con su eterno rebuzno y su afán por lo superfluo, lo coyuntural, lo hiperpublicitado y lo taquillero (eso que ellos llaman "industria") siempre se olvida de mandar una invitación y deja al cine fuera de la fiesta. En todo este oropel, el buen cine importa poco. Le ocurre como a "El gran Gatsby", él es la excusa de la fiesta, sin embargo, no acude.
Al final, como siempre ocurre, es el tiempo el que da y quita razones. Unas películas, quién sabe por qué, son inmunes al desgaste y otras se devalúan como el bono basura de un banco griego.
23 noviembre, 2011
El Cebo
Nuestra memoria está comenzando a parecerse al lince ibérico, algo precioso pero en retroceso, en vías de extinción. Ahora tenemos memorias supletorias en forma de cacharritos electrónicos, por lo que no vemos necesario acordarnos de las cosas que van sucediendo. En lugar de cargar nuestro cerebro como si fuese la batería de un móvil, procuramos vaciarlo rápidamente como si fuese la papelera de reciclaje de nuestro ordenador. Recordamos lo de ayer, lo de anteayer ya nos cuesta y lo anterior lo hemos olvidado. Ya tendremos tiempo de jugar al Brain Training cuando seamos mayores.
Mucha gente cree que las películas de asesinos en serie empezaron con "El silencio de los corderos" y "Seven". Esto, evidentemente, no es cierto. Esas dos películas no inventaron el género, sólo lo pusieron de moda. En la historia del cine hay numerosos ejemplos de este tipo de películas, en la literatura no digamos. Hoy traigo una película discreta y un poco olvidada, que viene a demostrar todo lo anterior: El Cebo. Ladislao Vajda. 1958.
Una película rara, una coproducción hispano-suiza con un director húngaro, el mismo que hizo "Marcelino pan y vino", una de las películas más exitosas de la historia del cine español.
Una historia de asesino en serie disfrazada de cuento de miedo. La película es una versión para mayores de un cuento para niños: Caperucita Roja. Los protagonistas son una niña, un lobo -el asesino- y un bosque siniestro que cambia el clásico sendero por una carretera que lo cruza. Por supuesto hay algo malvado, subterráneo, como siempre ocurre con los buenos cuentos de perfume malsano.
La trama del asunto es como sigue. Un vendedor ambulante va caminando por el bosque y se tropieza con una niña asesinada. Se hace cargo del caso el comisario Matthäi que dirige el interrogatorio del vendedor ambulante y sólo el primer día de la investigación ya que ese es su último día de servicio y su ayudante se encargará del caso. Ahora hay un montón de series y películas que comienzan con un policía a punto de jubilarse cuando estalla todo el tinglado y se ven obligados a postergar su cese con un último caso que, con frecuencia, suele ser el peor. En el momento en que se rodaba, esta manera de arrancar una película no respondía a un tópico asentado de la narrativa detectivesca.
Matthäi, se acerca al colegio de la niña asesinada para hablar con sus compañeros y se sienta en un pupitre como un niño más. Es un tipo capaz de ver la vida con los zapatos de otros, de tener imaginación, eso que raras veces se asocia con la mente de un policía. Los niños le enseñan un dibujo siniestro que parece ser un retrato del asesino y su única pista.
Hay hombres que han nacido para cargar con las tareas desagradables de los demás. Matthäi es una de esas personas. Debe de ir a ver a los padres, a decirles que han matado a su hija. Tiene que decir frases como: "No vayan a verla ahora. Vayan mañana por la noche, la niña aparecerá entonces como dormida".
Cuando pretende comenzar una investigación para dar con el asesino, se encuentra con la negativa de sus superiores que pretenden una confesión rápida del fulano que encontró a la niña y hacer eso tan moderno y actual de dar carpetazo al asunto. Hay un tipo de gente siempre muy comprometida pero que cuando hay que callar, callan. Mattei no pertenece a esa raza, se pone por encima del sistema burocrático y decide hacer lo que hay que hacer. Se pone a investigar a título personal.
Matthäi se convierte en cazador o, más bien, en araña. Comienza a tejer una tela de araña para atrapar a un lobo. Una película cuya genialidad reside en su sencillez y su falta de pretensiones es capaz de plantear cuestiones éticas como: ¿el fin justifica los medios?¿hasta qué punto se puede sacrificar algo para conseguir un bien mayor?. Porque Matthäi, se pone los zapatos del asesino en serie y va haciendo lo mismo que él haría hasta escoger a una niña que sería la víctima perfecta. A continuación la utiliza como cebo para atrapar a un psicópata.
La película posee un tratamiento maravilloso del paisaje de ese cantón suizo donde se desarrolla la acción, con su ambiente rural, su pueblo, su taberna y su bosque. El director, con un dominio pleno de su oficio, plantea una forma de narrar sobria y concisa como un zapato inglés. A pesar de ser una película terrorífica y violenta, la cámara nos presenta la historia con un enorme pudor, jamás vemos nada truculento, ni una gota de sangre. Con gran maestría, la violencia queda fuera del plano. Vemos la mirada de los protagonistas y con eso nos llega, no vemos lo que ellos ven. Esta manera de ir directamente al meollo y toda esa ausencia de retórica, hacen que esta película de terror en ambiente idílico sea rápida y efectiva. Nada que ver con lo que ocurre en las películas actuales.
Si tuviese que ponerle una pega sería su banda sonora, demasiado llamativa y con golpes de sonido utilizados como efecto dramático, sin duda, una herencia del cine clásico americano donde, a menudo, la música era un tanto exagerada. Para todos aquellos que opinan que no hay nada realmente nuevo sino variaciones de cosas ya inventadas, voy a hacer lo de siempre, dejar un par de apuntes que rastrean el origen de esta película.
Hay una escena donde la niña que hace de anzuelo, suelta un barquito de madera en un riachuelo. El barquito es arrastrado por la corriente y, en uno de los momentos terroríficos más logrados de la película, aparece el asesino. Las personas aficionadas al cine, identificarán esta escena con aquella de la niña y la flor al lado del río en "Frankenstein". Son la misma escena.
La otra película, de la que "El cebo" podría ser una hermana gemela, es "M, el vampiro de Düsseldorf", una película de asesino en serie del año 1931. Su influencia es total, incluso hay un plano del asesino mirando una navaja de afeitar que es idéntico a uno de "M, el vampiro de Düsseldorf" donde Peter Lorre, con su cara de batracio, está mirando un escaparate de navajas sin pensar en afeitarse.
Sólo una cosa más. En el año 2001, Sean Penn dirigió una película llamada "El Juramento" que es un plagio descarado de "El cebo" a pesar de que, en el momento de su estreno, casi nadie hizo mención alguna de esto. Hasta el dibujo siniestro de la niña asesinada es literalmente idéntico. Todo lo que en "El cebo" es preciso y escueto, en el remake (siendo generoso) de Penn es un desparrame para el lucimiento y la sobreactuación de Jack Nicholson.
Al promocionar la nueva versión de una película siempre se suele aludir a la versión anterior, un poco para legitimar la nueva adaptación y eso. Seguramente a Sean Penn le falló la memoria.
O tal vez estaba pensando en el lince ibérico.
Mucha gente cree que las películas de asesinos en serie empezaron con "El silencio de los corderos" y "Seven". Esto, evidentemente, no es cierto. Esas dos películas no inventaron el género, sólo lo pusieron de moda. En la historia del cine hay numerosos ejemplos de este tipo de películas, en la literatura no digamos. Hoy traigo una película discreta y un poco olvidada, que viene a demostrar todo lo anterior: El Cebo. Ladislao Vajda. 1958.
Una película rara, una coproducción hispano-suiza con un director húngaro, el mismo que hizo "Marcelino pan y vino", una de las películas más exitosas de la historia del cine español.
Una historia de asesino en serie disfrazada de cuento de miedo. La película es una versión para mayores de un cuento para niños: Caperucita Roja. Los protagonistas son una niña, un lobo -el asesino- y un bosque siniestro que cambia el clásico sendero por una carretera que lo cruza. Por supuesto hay algo malvado, subterráneo, como siempre ocurre con los buenos cuentos de perfume malsano.
La trama del asunto es como sigue. Un vendedor ambulante va caminando por el bosque y se tropieza con una niña asesinada. Se hace cargo del caso el comisario Matthäi que dirige el interrogatorio del vendedor ambulante y sólo el primer día de la investigación ya que ese es su último día de servicio y su ayudante se encargará del caso. Ahora hay un montón de series y películas que comienzan con un policía a punto de jubilarse cuando estalla todo el tinglado y se ven obligados a postergar su cese con un último caso que, con frecuencia, suele ser el peor. En el momento en que se rodaba, esta manera de arrancar una película no respondía a un tópico asentado de la narrativa detectivesca.
Matthäi, se acerca al colegio de la niña asesinada para hablar con sus compañeros y se sienta en un pupitre como un niño más. Es un tipo capaz de ver la vida con los zapatos de otros, de tener imaginación, eso que raras veces se asocia con la mente de un policía. Los niños le enseñan un dibujo siniestro que parece ser un retrato del asesino y su única pista.
Hay hombres que han nacido para cargar con las tareas desagradables de los demás. Matthäi es una de esas personas. Debe de ir a ver a los padres, a decirles que han matado a su hija. Tiene que decir frases como: "No vayan a verla ahora. Vayan mañana por la noche, la niña aparecerá entonces como dormida".
Cuando pretende comenzar una investigación para dar con el asesino, se encuentra con la negativa de sus superiores que pretenden una confesión rápida del fulano que encontró a la niña y hacer eso tan moderno y actual de dar carpetazo al asunto. Hay un tipo de gente siempre muy comprometida pero que cuando hay que callar, callan. Mattei no pertenece a esa raza, se pone por encima del sistema burocrático y decide hacer lo que hay que hacer. Se pone a investigar a título personal.
Matthäi se convierte en cazador o, más bien, en araña. Comienza a tejer una tela de araña para atrapar a un lobo. Una película cuya genialidad reside en su sencillez y su falta de pretensiones es capaz de plantear cuestiones éticas como: ¿el fin justifica los medios?¿hasta qué punto se puede sacrificar algo para conseguir un bien mayor?. Porque Matthäi, se pone los zapatos del asesino en serie y va haciendo lo mismo que él haría hasta escoger a una niña que sería la víctima perfecta. A continuación la utiliza como cebo para atrapar a un psicópata.
La película posee un tratamiento maravilloso del paisaje de ese cantón suizo donde se desarrolla la acción, con su ambiente rural, su pueblo, su taberna y su bosque. El director, con un dominio pleno de su oficio, plantea una forma de narrar sobria y concisa como un zapato inglés. A pesar de ser una película terrorífica y violenta, la cámara nos presenta la historia con un enorme pudor, jamás vemos nada truculento, ni una gota de sangre. Con gran maestría, la violencia queda fuera del plano. Vemos la mirada de los protagonistas y con eso nos llega, no vemos lo que ellos ven. Esta manera de ir directamente al meollo y toda esa ausencia de retórica, hacen que esta película de terror en ambiente idílico sea rápida y efectiva. Nada que ver con lo que ocurre en las películas actuales.
Si tuviese que ponerle una pega sería su banda sonora, demasiado llamativa y con golpes de sonido utilizados como efecto dramático, sin duda, una herencia del cine clásico americano donde, a menudo, la música era un tanto exagerada. Para todos aquellos que opinan que no hay nada realmente nuevo sino variaciones de cosas ya inventadas, voy a hacer lo de siempre, dejar un par de apuntes que rastrean el origen de esta película.
Hay una escena donde la niña que hace de anzuelo, suelta un barquito de madera en un riachuelo. El barquito es arrastrado por la corriente y, en uno de los momentos terroríficos más logrados de la película, aparece el asesino. Las personas aficionadas al cine, identificarán esta escena con aquella de la niña y la flor al lado del río en "Frankenstein". Son la misma escena.
La otra película, de la que "El cebo" podría ser una hermana gemela, es "M, el vampiro de Düsseldorf", una película de asesino en serie del año 1931. Su influencia es total, incluso hay un plano del asesino mirando una navaja de afeitar que es idéntico a uno de "M, el vampiro de Düsseldorf" donde Peter Lorre, con su cara de batracio, está mirando un escaparate de navajas sin pensar en afeitarse.
Sólo una cosa más. En el año 2001, Sean Penn dirigió una película llamada "El Juramento" que es un plagio descarado de "El cebo" a pesar de que, en el momento de su estreno, casi nadie hizo mención alguna de esto. Hasta el dibujo siniestro de la niña asesinada es literalmente idéntico. Todo lo que en "El cebo" es preciso y escueto, en el remake (siendo generoso) de Penn es un desparrame para el lucimiento y la sobreactuación de Jack Nicholson.
Al promocionar la nueva versión de una película siempre se suele aludir a la versión anterior, un poco para legitimar la nueva adaptación y eso. Seguramente a Sean Penn le falló la memoria.
O tal vez estaba pensando en el lince ibérico.
20 noviembre, 2011
Married Life
Se titula "Married Life", la música es de Michael Giacchino y pertenece a la película "Up". Los diez primeros minutos de arranque son tan espectaculares que nos cuentan los tres o cuatro asuntos capitales de la vida sin apenas utilizar palabras ni darse importancia.
De usarse la palabra hablada, estorbaría.
Un niño con carencias afectivas, un perro en busca de dueño, un pájaro loco y un anciano al que le quedan las virutas de una vida plagada de recuerdos que se convierten en un incómodo trasto que hay que colgarse a la espalda y que, a regañadientes, suelta lastre para poder escribir todavía en el libro de la vida, ese que siempre tiene páginas en blanco.
La película no niega la muerte, pero se pone de parte de la vida. No niega la pena o la amargura pero se inclina por la esperanza. Termina por alcanzar cotas más altas que la propia casa de globos del señor Fredricksen. Las personas que trabajan en Pixar saben de la vida, y eso es lo más difícil. Su primer mandato parece ser respetar la inteligencia del espectador. Usan -y abusan- del mejor efecto especial que se ha inventado hasta ahora: el talento.
Ayer, no sabía que poner aquí como canción dominguera hasta que bajé a tomar un par de cervezas con una amiga. Ella dice que no sabe de cine, pero sabe de la vida, lo cual implica saber de cine. Me regaló la idea de traer a esta ventanita la secuencia maravillosa que hay encima de estas líneas. También me habló de la gran virtud de la brevedad a la hora de escribir un post, algo que, evidentemente, se me resiste. Haciendo un brainstorming conmigo mismo, he dado con una solución que puede ser satisfactoria: escribir con una mano atada a la espalda, lo cual reducirá el flujo a la mitad. Si no fuera suficiente, también estoy dispuesto a escribir con un parche en un ojo hasta que el texto se reduzca a la cuarta parte y quede sólo el hueso con el jamón arañado. Que no se diga que no tengo recursos.
Hoy es un día donde las alcantarillas parecen tener ranura para papeletas electorales a las que se les caen las letras. Es tiempo de escoger a un representante que obedezca a otros que se representan a sí mismos. Hemos asistido a una campaña electoral tan sofisticada y moderna como Juanito Navarro, un espectáculo que se asemeja al ruido de fondo de un disco rayado.
Con la que se avecina, uno querría hacer lo mismo que el señor Fredricksen. Tirar de una palanca que abra el tejado de tu casa y salga una miríada de globos de colores que te lleven a las cataratas paraíso o a cualquier otro sitio donde la política no parezca un juego reservado a los simios.
El problema no es la escasez de globos de colores sino que hemos llegado a un punto en que empieza a escasear el aire para inflarlos.
13 noviembre, 2011
Raska Yú
Bonet de San Pedro. Canción dominguera que pone encima de la mesa el papel ridículo de la censura. Este fox-trot banal y divertido estuvo prohibido por la censura del Régimen. Según los censores, esos seres paranoicos, pueriles y que, a menudo, se convierten en una parodia de sí mismos al provocar el efecto contrario al que pretendían, la letra de la canción contiene de forma artera supuestas alusiones al Caudillo.
A lo largo de los años, el tiempo, verdadero juez de todo, convirtió esta canción, de inocente humor negro en una época que no estaba de moda, en un clásico del día de difuntos de aquella España de poco blanco y negro y mucho gris.
Siempre me he preguntado si esa mujer que grita como una loca es Gracita Morales.
Buen domingo a todos.
10 noviembre, 2011
Yakuza
Hoy traigo una película de películas. Una historia que habla de gente antigua, de tipos que viven rodeados de neones y novedades tecnológicas pero que no han adaptado su forma de pensar a los estándares de la época en la que viven. Sus códigos éticos y morales pertenecen a un tiempo que ya no existe. Sobrevolaremos un montón películas pero habrá una que las condense a todas:
Yakuza. Sidney Pollack. 1975.
Tras un breve prólogo, la película comienza con un travelling lateral que nos va mostrando unas plantas hasta que llegamos al rostro de Harry Kilmer, un rostro que pertenece a Robert Mitchum con su cara de pomo de puerta y su mirada eternamente cansada. Un minuto después hay otro travelling lateral de similares características al anterior que nos presenta a otro personaje: Eiko. La planificación de la película nos los presenta exactamente igual, dándonos a entender que existe algún tipo de unión entre ellos.
Harry Kilmer estuvo destinado en Japón durante la segunda guerra mundial y le salvó la vida a Eiko. Terminada la guerra, el hermano de Eiko vuelve a casa y descubre que su hermana tiene una relación con un americano, un enemigo, y además ese americano le ha salvado la vida con lo cual ha adquirido una "deuda" con alguien que detesta, se ha convertido en eterno deudor de su enemigo. Los japoneses lo denominan "Giri", que traducido significa "carga", la "carga" más pesada de llevar. El hermano de Eiko se llama Tanaka Ken, el hombre que nunca sonríe. Un solitario, un tipo hierático que no da ni recibe órdenes de nadie.
Transcurren veinte años y Harry Kilmer vuelve a Japón. Ni siquiera sabemos por qué se ha marchado. Los guionistas de esta historia, atravesada por un cierto poso de tristeza y romanticismo, hacen que sea más importante lo que se nos omite que lo que se nos cuenta. Vemos la punta del iceberg pero, según avanza la película, nos vamos dando cuenta de que debajo, oculto, hay un trozo de hielo enorme que descubrimos gracias a las migajas de información que se nos van suministrando. Gracias a este recurso, los guionistas hacen que el pasado adquiera un peso específico y una importancia capital a pesar de que no sepamos qué demonios ha ocurrido. Los tres personajes están unidos por un vínculo: el pasado o, más bien, el peso del pasado. Los tres están vivos, pero viven en un tren que ya han perdido, el de sus recuerdos.
Todo lo anterior corresponde a los primeros minutos de la película. Harry Kilmer llega a Tokio, esa ciudad de estanques silenciosos donde se oye el sonido de las gotas de la lluvia, de jardines con una armonía especial, de interiores minimalistas, de ceremonias del té, de dedos cortados y de deudas que atraviesan océanos de tiempo. Vuelve para rescatar a la hija de un amigo suyo que han secuestrado los yakuza. Esta situación sólo sirve para que la película tenga un punto de arranque que sirva como excusa, lo que le interesa al guión es poner de relieve las diferencias entre lo nuevo y lo viejo, entre oriente y occidente. En un momento de la película, uno de los personajes dice: "Si un americano se vuelve loco, abre la ventana y dispara a la gente. Si un japonés se vuelve loco abre la ventana y se mata él. Aquí todo es al revés".
En efecto, el Japón moderno y vanguardista convive con ese otro mundo antiguo regido por gente con su concepto ancestral de la justicia y que la aplica según sus códigos de honor. Un mundo donde lo verdaderamente importante es el honor, la culpa, la redención y su expiación ritual, poblado de gente que tiene promesas que cumplir, pese a quien pese y pase lo que pase. El "deber" lo es todo.
Tanaka Ken es uno de esos tipos, un hombre atormentado, un resto de otra época, un hombre antiguo que vive según los códigos del pasado. Un Yakuza.
Harry Kilmer ha vuelto para reclamar la "deuda" que le debe Tanaka Ken, pretende que le ayude a liberar a la hija de su amigo con lo cual, a su vez, él también adquiere una "deuda" con Ken, algo que no le hace mucha gracia.
Paul Schrader y Robert Towne son los guionistas de esta historia sobre el peso del compromiso, donde el concepto de culpa casi se hace físico y que retrata el fin de una época. Todos los personajes de la película tienen hijos y los van perdiendo a medida que avanza la historia, dándonos a entender que son los últimos supervivientes de un tipo de gente destinada a desaparecer. Una especie casi extinguida que se ha quedado sin herederos.
Al principio de este post he escrito que esta es una película en la que se pueden rastrear muchas otras. Hay una escena en la que la cámara, de forma desquiciada, sigue a Harry Kilmer por un pasillo de forma que previene al espectador del estallido de violencia que va a suceder a continuación. Esta escena es un esbozo de la escena del pasillo de "Taxi Driver" donde Robert de Niro va asesinando gente de forma alucinada. "Taxi Driver" se rodó un año después de esta película. El guionista era Paul Schrader.
Hay un concepto técnico a la hora de encuadrar - ya sea una película, una fotografía o una pintura- denominado "aire" que todos los cineastas suelen utilizar, en general, de forma ortodoxa. Imaginad que estáis rodando una conversación de dos personas en plano corto. La forma correcta (convencional) de hacerlo sería encuadrar a esa persona un poco hacia un lado y dejar un espacio vacío (aire) que suele coincidir con la dirección de la mirada de esa persona. Cuando haces el plano del otro personaje debería tener, tanto la mirada como el aire, hacia la dirección contraria para que una vez que se van alternando los planos y el diálogo en el montaje, el espectador lo perciba como dos tipos, uno enfrente del otro, que hablan de forma ordenada y en un espacio que, aunque fragmentado, nos resulta natural. Como todo esto es un lío explicado así, dejaré más abajo un par de fotos donde todo se explica por sí mismo.
Digamos que si encuadras a un personaje mirando hacia un lado y su nariz casi toca el borde del encuadre, lo estás haciendo mal, estás encuadrando al revés y, tal como es el mundillo del cine, enseguida se te considerará unánimemente un mentecato. Es una simple cuestión de caligrafía visual y, según la ortodoxia predominante en aquel momento, había que escribir sin faltas de ortografía, por supuesto. Hasta que llega un tipo y lo hace.
Ese tipo era Polanski y, arriesgándose a que todo el mundo lo considerase un merluzo, rodó una secuencia entre Jack Nicholson y Faye Dunaway con el "aire" cambiado en una película titulada "Chinatown". Los dos estaban al revés en el encuadre, de forma que al alternarse los planos en el montaje sus caras se iban acercando hasta que casi se tocaban, dándonos a entender su acercamiento emocional a través de la planificación técnica de la película. En cosas como esta consiste dirigir. Este recurso se convirtió en un hallazgo que corrió como la pólvora en su momento (mediados de los setenta) y, como siempre acaban estas historias, en lugar de ser una metedura de pata se consideró un golpe de genio de Polanski.
No sé de quien fue la ocurrencia, el mérito se lo llevó Polanski. Lo que sé, es que "Chinatown" se rodó un año antes que "Yakuza". El guionista de "Chinatown" era Robert Towne. Hacia el final de "Yakuza" hay una secuencia exactamente igual. Harry Kilmer, un occidental con unos valores parecidos a los de los japoneses, y Tanaka Ken son dos tipos que empiezan alejados y poco a poco se van acercando, nunca llegarán a apreciarse pero en su aventura y con desgana van forjando un vínculo poderoso de acuerdo a los valores de ambos, el del respeto, el del honor.
Son opuestos pero iguales.
El final de la película sigue a rajatabla los patrones típicos de las películas del oeste. Cuantas veces hemos visto esa situación donde el protagonista con su pistola como única compañía se dispone, en desigualdad evidente, a enfrentarse a una banda de forajidos o a todo un pueblo en uno de esos duelos memorables de resonancia mitológica. Es una especie de "Sólo ante el peligro", salvo que en lugar de uno son dos. El clímax final es un duelo emocionante, áspero, de tiempo dilatado y pestañeo escaso. Tiene la misma carga de adrenalina, de intensidad, que el final de "Sin Perdón" otra película donde el pasado toma la forma de un vaso que se va llenando y llenando hasta que desborda.
Harry Kilmer y Tanaka Ken van hacia un sitio donde les espera una muerte casi segura. Van porque tienen que ir, no lo conciben de otro modo. En ese duelo memorable, Tanaka Ken mata a tantos yakuzas que uno llega a perder la cuenta.
Yakuza. Sidney Pollack. 1975.
Tras un breve prólogo, la película comienza con un travelling lateral que nos va mostrando unas plantas hasta que llegamos al rostro de Harry Kilmer, un rostro que pertenece a Robert Mitchum con su cara de pomo de puerta y su mirada eternamente cansada. Un minuto después hay otro travelling lateral de similares características al anterior que nos presenta a otro personaje: Eiko. La planificación de la película nos los presenta exactamente igual, dándonos a entender que existe algún tipo de unión entre ellos.
Harry Kilmer estuvo destinado en Japón durante la segunda guerra mundial y le salvó la vida a Eiko. Terminada la guerra, el hermano de Eiko vuelve a casa y descubre que su hermana tiene una relación con un americano, un enemigo, y además ese americano le ha salvado la vida con lo cual ha adquirido una "deuda" con alguien que detesta, se ha convertido en eterno deudor de su enemigo. Los japoneses lo denominan "Giri", que traducido significa "carga", la "carga" más pesada de llevar. El hermano de Eiko se llama Tanaka Ken, el hombre que nunca sonríe. Un solitario, un tipo hierático que no da ni recibe órdenes de nadie.
Transcurren veinte años y Harry Kilmer vuelve a Japón. Ni siquiera sabemos por qué se ha marchado. Los guionistas de esta historia, atravesada por un cierto poso de tristeza y romanticismo, hacen que sea más importante lo que se nos omite que lo que se nos cuenta. Vemos la punta del iceberg pero, según avanza la película, nos vamos dando cuenta de que debajo, oculto, hay un trozo de hielo enorme que descubrimos gracias a las migajas de información que se nos van suministrando. Gracias a este recurso, los guionistas hacen que el pasado adquiera un peso específico y una importancia capital a pesar de que no sepamos qué demonios ha ocurrido. Los tres personajes están unidos por un vínculo: el pasado o, más bien, el peso del pasado. Los tres están vivos, pero viven en un tren que ya han perdido, el de sus recuerdos.
Todo lo anterior corresponde a los primeros minutos de la película. Harry Kilmer llega a Tokio, esa ciudad de estanques silenciosos donde se oye el sonido de las gotas de la lluvia, de jardines con una armonía especial, de interiores minimalistas, de ceremonias del té, de dedos cortados y de deudas que atraviesan océanos de tiempo. Vuelve para rescatar a la hija de un amigo suyo que han secuestrado los yakuza. Esta situación sólo sirve para que la película tenga un punto de arranque que sirva como excusa, lo que le interesa al guión es poner de relieve las diferencias entre lo nuevo y lo viejo, entre oriente y occidente. En un momento de la película, uno de los personajes dice: "Si un americano se vuelve loco, abre la ventana y dispara a la gente. Si un japonés se vuelve loco abre la ventana y se mata él. Aquí todo es al revés".
En efecto, el Japón moderno y vanguardista convive con ese otro mundo antiguo regido por gente con su concepto ancestral de la justicia y que la aplica según sus códigos de honor. Un mundo donde lo verdaderamente importante es el honor, la culpa, la redención y su expiación ritual, poblado de gente que tiene promesas que cumplir, pese a quien pese y pase lo que pase. El "deber" lo es todo.
Tanaka Ken es uno de esos tipos, un hombre atormentado, un resto de otra época, un hombre antiguo que vive según los códigos del pasado. Un Yakuza.
Harry Kilmer ha vuelto para reclamar la "deuda" que le debe Tanaka Ken, pretende que le ayude a liberar a la hija de su amigo con lo cual, a su vez, él también adquiere una "deuda" con Ken, algo que no le hace mucha gracia.
Paul Schrader y Robert Towne son los guionistas de esta historia sobre el peso del compromiso, donde el concepto de culpa casi se hace físico y que retrata el fin de una época. Todos los personajes de la película tienen hijos y los van perdiendo a medida que avanza la historia, dándonos a entender que son los últimos supervivientes de un tipo de gente destinada a desaparecer. Una especie casi extinguida que se ha quedado sin herederos.
Al principio de este post he escrito que esta es una película en la que se pueden rastrear muchas otras. Hay una escena en la que la cámara, de forma desquiciada, sigue a Harry Kilmer por un pasillo de forma que previene al espectador del estallido de violencia que va a suceder a continuación. Esta escena es un esbozo de la escena del pasillo de "Taxi Driver" donde Robert de Niro va asesinando gente de forma alucinada. "Taxi Driver" se rodó un año después de esta película. El guionista era Paul Schrader.
Hay un concepto técnico a la hora de encuadrar - ya sea una película, una fotografía o una pintura- denominado "aire" que todos los cineastas suelen utilizar, en general, de forma ortodoxa. Imaginad que estáis rodando una conversación de dos personas en plano corto. La forma correcta (convencional) de hacerlo sería encuadrar a esa persona un poco hacia un lado y dejar un espacio vacío (aire) que suele coincidir con la dirección de la mirada de esa persona. Cuando haces el plano del otro personaje debería tener, tanto la mirada como el aire, hacia la dirección contraria para que una vez que se van alternando los planos y el diálogo en el montaje, el espectador lo perciba como dos tipos, uno enfrente del otro, que hablan de forma ordenada y en un espacio que, aunque fragmentado, nos resulta natural. Como todo esto es un lío explicado así, dejaré más abajo un par de fotos donde todo se explica por sí mismo.
Digamos que si encuadras a un personaje mirando hacia un lado y su nariz casi toca el borde del encuadre, lo estás haciendo mal, estás encuadrando al revés y, tal como es el mundillo del cine, enseguida se te considerará unánimemente un mentecato. Es una simple cuestión de caligrafía visual y, según la ortodoxia predominante en aquel momento, había que escribir sin faltas de ortografía, por supuesto. Hasta que llega un tipo y lo hace.
Ese tipo era Polanski y, arriesgándose a que todo el mundo lo considerase un merluzo, rodó una secuencia entre Jack Nicholson y Faye Dunaway con el "aire" cambiado en una película titulada "Chinatown". Los dos estaban al revés en el encuadre, de forma que al alternarse los planos en el montaje sus caras se iban acercando hasta que casi se tocaban, dándonos a entender su acercamiento emocional a través de la planificación técnica de la película. En cosas como esta consiste dirigir. Este recurso se convirtió en un hallazgo que corrió como la pólvora en su momento (mediados de los setenta) y, como siempre acaban estas historias, en lugar de ser una metedura de pata se consideró un golpe de genio de Polanski.
No sé de quien fue la ocurrencia, el mérito se lo llevó Polanski. Lo que sé, es que "Chinatown" se rodó un año antes que "Yakuza". El guionista de "Chinatown" era Robert Towne. Hacia el final de "Yakuza" hay una secuencia exactamente igual. Harry Kilmer, un occidental con unos valores parecidos a los de los japoneses, y Tanaka Ken son dos tipos que empiezan alejados y poco a poco se van acercando, nunca llegarán a apreciarse pero en su aventura y con desgana van forjando un vínculo poderoso de acuerdo a los valores de ambos, el del respeto, el del honor.
Son opuestos pero iguales.
El final de la película sigue a rajatabla los patrones típicos de las películas del oeste. Cuantas veces hemos visto esa situación donde el protagonista con su pistola como única compañía se dispone, en desigualdad evidente, a enfrentarse a una banda de forajidos o a todo un pueblo en uno de esos duelos memorables de resonancia mitológica. Es una especie de "Sólo ante el peligro", salvo que en lugar de uno son dos. El clímax final es un duelo emocionante, áspero, de tiempo dilatado y pestañeo escaso. Tiene la misma carga de adrenalina, de intensidad, que el final de "Sin Perdón" otra película donde el pasado toma la forma de un vaso que se va llenando y llenando hasta que desborda.
Harry Kilmer y Tanaka Ken van hacia un sitio donde les espera una muerte casi segura. Van porque tienen que ir, no lo conciben de otro modo. En ese duelo memorable, Tanaka Ken mata a tantos yakuzas que uno llega a perder la cuenta.
06 noviembre, 2011
It´s the end of the world as we know it
Esta canción de R.E.M. sirve para ilustrar lo que algunos analistas ojeadores de futuro afirman atisbar: que el fin del mundo no se encuentra sólo en aquella pesadilla acartonada de una tercera guerra mundial o en el cambio climático, ninguneado desde que los problemas del mundo se han escorado hacia la economía y pensar en el ecologismo se ha convertido en un lujo. En la última semana han surgido voces que ven indicios, pequeños síntomas o indicadores no del fin del mundo sino de un cambio de época, quizá del mundo tal como lo conocemos.
Hay demasiados vientos de cambio en muchos terrenos. La economía, la política, la educación, la cultura, la religión, los antiguos países pobres, ahora llamados emergentes, están aporreando las puertas diciéndonos que el futuro les pertenece. Algunos, incluso hablan de una carrera armamentística de países conflictivos (sobre todo asiáticos) que, en el futuro querrían formar parte del juego global aunque sea a la fuerza. Según dicen, puede que estemos ante una de esas épocas de la historia donde caen unos imperios y surgen otros.
En todo esto, que parece preocupante, sólo hay una cosa cierta: nadie sabe nada. Los que hoy afirman todo lo anterior, mañana pueden decirnos lo contrario. Esos analistas que siempre tienen respuesta para todo, ahora reconocen de forma unánime su desconcierto ante todo el tinglado económico y social. Todos afirman que es una época emocionante (para los que viven de las noticias, claro). Admiten que no se enteran de nada pero siguen acudiendo a las tertulias, soltando su visión particular y cobrando el cheque.
La población, se enteró de la primera guerra mundial por la prensa, de la segunda por la radio. Ahora vivimos en el mundo de la información instantánea, puede que poco precisa (lo que hoy nos dicen se contradice mañana) pero instantánea que, al parecer, es lo emocionante. La veracidad se sacrifica en aras de la velocidad y todos se ponen de acuerdo para confundir el ritmo con la prisa. La información, la desinformación conveniente, la exageración y la repetición, nos aplasta de tal manera que parece una tenaza que nos impide hacer eso tan viejo de... pensar. De mirar hacia un lado para comprobar que el sentido común sigue viajando a nuestro lado. Puede que tengamos más datos que nunca pero tenemos las certezas de siempre. Ninguna.
Yo, por mi parte, intento no preocuparme demasiado. Posiblemente, nos asemejamos a una suerte de Forrest Gump que va pasando por la historia sin ser consciente de que está cambiando abruptamente, de la misma forma que solemos tomar las decisiones más importantes de nuestra vida sin ser conscientes de su trascendencia.
Nadie puede predecir cómo será el mundo de aquí a 20 años ni qué será de esa entelequia denominada estado del bienestar (para unos pocos). Lo que sí se atisba es que lo que se haga ahora será lo que determine el futuro. Y eso es lo que da verdadero miedo, una vez comprobado que una pandilla de necios y mentecatos adictos a las reuniones inútiles son los que gobiernan el mundo. Seguramente deberían utilizar en las reuniones del G20 a matemáticos especializados en la teoría del caos (quizá provocado).
Estamos a 15 días de unas elecciones generales y nadie, ni el más optimista, se cree que estemos ante el principio de algo sino ante más de lo mismo. Todos los políticos se enjuagan la boca con las palabras ciudadanía, sociedad, legitimidad y demás chascarrillos mientras eso que llaman sociedad es cada vez más consciente de que somos usuarios padecedores de democracias deterioradas donde el verdadero partido se juega en Europa y además no tenemos entradas.
Cuando comenzaron los problemas, la política, en lugar de ponerse de lado de la sociedad en contra de los mercados, se convirtió en su cómplice. Asentaron de forma espectacular la idea de que la economía y los bancos deben de ser rescatados, pero los ciudadanos en general deben pagar el precio de la locura y la codicia de otros. Nos vendieron esta doctrina diciéndonos que no había ninguna otra alternativa, que los rescates y los recortes del gasto eran necesarios para satisfacer el ansia de los mercados financieros, un dragón eternamente hambriento. También nos dijeron que la austeridad, en realidad crearía empleo.
Ha pasado el tiempo, los recortes, la reforma laboral, las estupideces de unos y otros y la creación de empleo ha sido exactamente cero. El ejemplo más triste de todo esto es Grecia, después de sus terapias de choque, recortes drásticos y rescates varios, la mejoría ha sido notable. Ningún gobierno quiere oír que hay que invertir y gastar dinero público para crear empleo, han preferido moldear una época donde la palabra austeridad se convierte en una tendencia imparable y en la cual el gasto de los gobiernos y los programas sociales se recortan drásticamente. Como este método ha demostrado ser altamente efectivo, los políticos que vienen ahora nos prometen más de lo mismo. Cuando se comprueba que una receta funciona, para qué cambiar. La economía se ha convertido en una piedra que tropieza dos veces con el mismo hombre.
La distancia que separa la política de los problemas de la sociedad es descomunal, la gente siente que la política le ha vuelto la espalda. Antes podían odiar determinados nombres propios, ahora odian a la política en general. Todos tienen la sensación de que los habitantes, la gente de a pie, son vistos como un estorbo por los políticos y sus asesores, esos expertos en pleitesía. No hay más que ver lo ocurrido con Papandreu esta semana. Al amigo Yorgos se le ocurrió una idea genial que dejó literalmente pasmados a todos los líderes y escamoteadores de la unión europea: consultar a la gente, preguntarle algo a la ciudadanía o, más vulgarmente, al marulamen. Santo Dios. No se ha percatado de que lo de democracia era una forma de hablar, como cuando dices que Kiko Rivera te cae bien.
Lo cierto es que la economía necesita de forma desesperada una solución a corto plazo que nadie está dispuesto a asumir y mucho menos los embaucadores de tres al cuarto que dirigen el cotarro. En palabras de Paul Krugman "cuando uno sangra profusamente por una herida, quiere un médico que le vende esa herida, no un doctor que le dé lecciones sobre la importancia de mantener un estilo de vida saludable a medida que uno se hace mayor". Mientras tanto, ahí seguimos, desangrándonos.
Es maravilloso ver a los economistas intentando explicar el estado actual de las cosas. Unos economistas que en el mejor de los casos no supieron ver lo que se avecinaba y en el peor de los casos se callaron para no ser aguafiestas o, incluso, sacaron partido del descalabro. Ahora dan lecciones.
Que nadie se inquiete por el fin del mundo, a estas alturas, la credibilidad de analistas, economistas y políticos es inexistente. Es posible que el mundo se acabe de repente y nos pille mirando el twitter, leyendo el Marca o viendo alguna serie de zombis.
30 octubre, 2011
Jungle Drum
Emiliana Torrini. El vídeo que hay encima, con la canción pegañenta y dominguera de hoy, se rodó para promocionar Islandia.
Ahora la publicidad vive en un mundo cada vez más agresivo e irracional donde son incapaces de distinguir entre lo efectivo y lo invasivo. No interesa. El mundo publicitario se ha convertido en sinónimo de copia, sucedáneo y desprecio de los usuarios a los que va dirigida. Un ejemplo de esto es como han convertido en hombre-anuncio a los comentaristas deportivos, que se pasan dos horas anunciándonos con patetismo la próxima serie de supuesto éxito del jueves que viene.
No les importa provocar lo contrario de lo que pretenden en la gente: hastío, aburrimiento infinito o, simplemente, asco. Lo suyo es la insistencia.
El spot que he dejado más arriba, "Inspired by Iceland", surgió hace algo más de un año y se propagó de forma viral a todos los rincones de la red con un éxito notable. Sorprende la frescura y la originalidad a la hora de promocionar un país en el que no hay literalmente nada y que consigan extraernos una sonrisa con unos cuantos adolescentes tipo Tommy Hilfiger bailando y haciendo el idiota con un canción contagiosa.
Islandia, nos ha dado recientemente otro ejemplo de modernidad: han sido los primeros en meter en el trullo a algunos banqueros y especuladores que llevaron al país a la bancarrota. Algunos (pocos) de los responsables del descalabro económico han ido a la cárcel.
Esto no se ha propagado de forma viral.
27 octubre, 2011
Milagro en Milán
Por lo que parece, estamos asistiendo al espectáculo de lo que ocurre cuando la gente influyente se aprovecha de una crisis en lugar de intentar resolverla. Vivimos una época donde cualquiera rezuma heroicidad y recibe sonoros aplausos por parte de las instituciones si promueve el quitarle el pan de la boca a los pobres, ya sabéis, esos aprovechados que, en lugar de gastar lo que no tienen, se niegan a consumir. Cuando llegan los malos tiempos y la pobreza aumenta, la cosa no da para tanta gente y, en lugar de solucionar, los grifos se cierran. Lo de antes no era caridad o solidaridad. Eran las sobras.
En los años posteriores a la segunda guerra mundial, surgió en Italia un cine que, de múltiples maneras, se ocupaba de los desamparados. Se le puso una etiqueta, Neorrealismo italiano, y tuvo grandes cultivadores: Roberto Rossellini, Luchino Visconti o Suso Cecchi d'Amico. Posiblemente el más famoso e influyente de todos ellos fue Vittorio De Sica que, junto con su guionista habitual, Cesare Zavattini, fabricaron cuatro de las películas más famosas de esa época.
Juntos, hicieron "El limpiabotas", que se ocupa de la situación de los huérfanos después de la guerra, "El ladrón de bicicletas", que habla sobre el paro, sobre la falta de trabajo o de futuro y "Umberto D" una película acerca de los pensionistas y los jubilados acorralados cuya pensión no les llega para sobrevivir. La cuarta, es de la que escribiré hoy un ratillo, la peli rara del neorrealismo: Milagro en Milán. Vittorio de Sica. 1951. Un canto a la gente humilde, donde los pobres tienen derecho a la vida.
El origen de la película fue una fábula que versaba sobre la bondad de los seres humanos. Zavattini la escribió para contársela a sus hijos y De Sica la convirtió en una película que trata sobre la buena gente. Una especie de cuento social dotado de un humor absurdo y donde predomina la magia pero sin Harry Potter. Aparentemente es una historia ingenua e idealista pero por debajo es una sátira feroz acerca de la realidad de su tiempo, la miseria de la posguerra en Italia.
El argumento, surrealista, es como sigue. Una anciana encuentra un bebé en la huerta como si de Moisés se tratase, sólo que, en lugar de cesta y río, el niño nace entre repollos. La anciana lo adopta y lo bautiza con el extraordinario nombre de Totó. A la edad de diez años, el niño está recitando la tabla de multiplicar a su madre adoptiva postrada en la cama. Totó se da cuenta de que la anciana se dispone a morir, tú también lo sabes, lo que no sabes es cómo demonios se puede utilizar la tabla de multiplicar como premonición de la muerte, pero el caso es que lo intuyes.
Totó, único asistente al entierro de su madre, va siguiendo la carroza fúnebre en un ambiente fantasmagórico de calles lluviosas y desoladas en unas imágenes que llevan la congoja pegada. A continuación, lo internan en un orfanato.
En el siguiente plano, Totó sale del orfanato hecho un hombre pero, a la vez, convertido en alguien inocente, simple, que no tonto. Su ingenuidad y su escasez de malicia acaban llevándolo a un poblado de los arrabales donde la película se vuelve tan surrealista que parece una especie de "Amanece que no es poco" chabolista. Hay una escena en la que Totó está jugando con una niña alrededor de una puerta clavada en mitad de un descampado que parece una secuencia arrancada de una película de Chaplin e incrustada en esta historia por un montador que, como pegamento para los planos, utiliza la tristeza.
El parecido con Chaplin no es casual, toda la película tiene una corriente subterránea dominada por el cine de Chaplin, con su humor, su picaresca, su ingenuidad y su profunda amargura. Esta, es una de esas películas que ponen de relieve los vasos comunicantes que hay entre los diferentes creadores de cine. Cómo hay películas que les entusiasman y toman cosas que luego adaptan en sus trabajos y lo denominan influencia. Muchos elementos que aparecen en esta historia han sido copiados luego en películas de Fellini, Berlanga o Woody Allen.
Totó, que posee una extraña cualidad celestial (es algo así como una especie de ángel o santo) se convierte en el centro de un poblado donde, a saber por qué, los pobres tienen globos atados a los techos de hojalata de las chabolas. En un mundo de calor para unos pocos y frío para la inmensa mayoría, los pobres frioleros corren detrás de un rayo de sol para poder calentarse. No se pronuncia la palabra hambre pero, cuando alguien coge un globo, los demás deben agarrarlo ya que su peso hace que se levante en el aire. De Sica, hace visibles a los que habitualmente tratamos como invisibles, nos pone delante a los mudos haciéndose escuchar sin que griten, aquí no hay ira e indignados, todo es pureza e inocencia.
La madre fallecida de Totó, se aparece en el cielo del poblado (algo que retomaría Woody Allen en "Historias de Nueva York") y le regala una paloma capaz de hacer realidad los deseos de todos y cada uno de los pobres, que se ponen en fila para hacer su petición. Esta escena la repetiría Berlanga en "Bienvenido Mr Marshall" cuando se supone que van a venir los americanos dejando regalos a diestro y siniestro y todo el pueblo hace cola para cumplir sus sueños, aunque estos consistan en un tractor o en convertir en sheriff a Pepe Isbert.
Cuando se descubre petróleo en el poblado, los ricos y los policías intentan desalojar a los pobres, de forma que la paloma se convierte en un arma (peculiar, eso sí) de resistencia para evitar la evacuación, haciendo posibles unas triquiñuelas y unos efectos especiales que hoy se nos antojan como cutres pero que no son, ni de lejos, lo más surrealista de toda esta historia. Porque hay que ver a una delegación de pobres que va a visitar al rico propietario del terreno en el que se ubica el poblado (un ricachón sospechosamente parecido a Mussollini) para descubrir que tiene a un hombre colgado de la fachada de un tercer piso, cuando lo acercan a la ventana mediante una polea, el hombre les dice el grado de humedad ambiental. Es un hombre termómetro.
A continuación, el rico les da lecciones de igualdad. Nada hay tan desigual como ver a un rico afirmando que todos somos iguales.
Pese a lo estrafalario de la situación, los personajes son tratados por la película con una enorme dignidad. Quizá sea esa la mayor característica del neorrealismo italiano, la piedad y el respeto con el que tratan a sus personajes. Si alguien quiere saber en qué acaba la cosa, tendrá que ver la película.
Para comprender por qué esta película, pese a su antigüedad, sigue vigente, sólo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor y ver cuanto hemos mejorado en 60 años.
Si alguien no tiene a dónde ir, cualquier habitante de una ciudad debería alegrarse de que, al menos, pudiese dormir en los bancos, los parques o las vías públicas. Los indigentes, en numerosas ciudades, prefieren dormir de día. De noche, temen ser robados o que les prendan fuego.
No hace mucho, leía en el periódico que nadie sabe qué hacer con unos indigentes a los que se considera desechos. "El pobre es el equivalente del objeto después del consumo: un resto que fastidia. Tal vez este problema social pueda coincidir en breve con el tratamiento de las basuras domésticas: un problema de ecología y gestión de sobrantes humanos y materiales".
Una posibilidad sería poner a los pobres en órbita. El problema es el coste.
En los años posteriores a la segunda guerra mundial, surgió en Italia un cine que, de múltiples maneras, se ocupaba de los desamparados. Se le puso una etiqueta, Neorrealismo italiano, y tuvo grandes cultivadores: Roberto Rossellini, Luchino Visconti o Suso Cecchi d'Amico. Posiblemente el más famoso e influyente de todos ellos fue Vittorio De Sica que, junto con su guionista habitual, Cesare Zavattini, fabricaron cuatro de las películas más famosas de esa época.
Juntos, hicieron "El limpiabotas", que se ocupa de la situación de los huérfanos después de la guerra, "El ladrón de bicicletas", que habla sobre el paro, sobre la falta de trabajo o de futuro y "Umberto D" una película acerca de los pensionistas y los jubilados acorralados cuya pensión no les llega para sobrevivir. La cuarta, es de la que escribiré hoy un ratillo, la peli rara del neorrealismo: Milagro en Milán. Vittorio de Sica. 1951. Un canto a la gente humilde, donde los pobres tienen derecho a la vida.
El origen de la película fue una fábula que versaba sobre la bondad de los seres humanos. Zavattini la escribió para contársela a sus hijos y De Sica la convirtió en una película que trata sobre la buena gente. Una especie de cuento social dotado de un humor absurdo y donde predomina la magia pero sin Harry Potter. Aparentemente es una historia ingenua e idealista pero por debajo es una sátira feroz acerca de la realidad de su tiempo, la miseria de la posguerra en Italia.
El argumento, surrealista, es como sigue. Una anciana encuentra un bebé en la huerta como si de Moisés se tratase, sólo que, en lugar de cesta y río, el niño nace entre repollos. La anciana lo adopta y lo bautiza con el extraordinario nombre de Totó. A la edad de diez años, el niño está recitando la tabla de multiplicar a su madre adoptiva postrada en la cama. Totó se da cuenta de que la anciana se dispone a morir, tú también lo sabes, lo que no sabes es cómo demonios se puede utilizar la tabla de multiplicar como premonición de la muerte, pero el caso es que lo intuyes.
Totó, único asistente al entierro de su madre, va siguiendo la carroza fúnebre en un ambiente fantasmagórico de calles lluviosas y desoladas en unas imágenes que llevan la congoja pegada. A continuación, lo internan en un orfanato.
En el siguiente plano, Totó sale del orfanato hecho un hombre pero, a la vez, convertido en alguien inocente, simple, que no tonto. Su ingenuidad y su escasez de malicia acaban llevándolo a un poblado de los arrabales donde la película se vuelve tan surrealista que parece una especie de "Amanece que no es poco" chabolista. Hay una escena en la que Totó está jugando con una niña alrededor de una puerta clavada en mitad de un descampado que parece una secuencia arrancada de una película de Chaplin e incrustada en esta historia por un montador que, como pegamento para los planos, utiliza la tristeza.
El parecido con Chaplin no es casual, toda la película tiene una corriente subterránea dominada por el cine de Chaplin, con su humor, su picaresca, su ingenuidad y su profunda amargura. Esta, es una de esas películas que ponen de relieve los vasos comunicantes que hay entre los diferentes creadores de cine. Cómo hay películas que les entusiasman y toman cosas que luego adaptan en sus trabajos y lo denominan influencia. Muchos elementos que aparecen en esta historia han sido copiados luego en películas de Fellini, Berlanga o Woody Allen.
Totó, que posee una extraña cualidad celestial (es algo así como una especie de ángel o santo) se convierte en el centro de un poblado donde, a saber por qué, los pobres tienen globos atados a los techos de hojalata de las chabolas. En un mundo de calor para unos pocos y frío para la inmensa mayoría, los pobres frioleros corren detrás de un rayo de sol para poder calentarse. No se pronuncia la palabra hambre pero, cuando alguien coge un globo, los demás deben agarrarlo ya que su peso hace que se levante en el aire. De Sica, hace visibles a los que habitualmente tratamos como invisibles, nos pone delante a los mudos haciéndose escuchar sin que griten, aquí no hay ira e indignados, todo es pureza e inocencia.
La madre fallecida de Totó, se aparece en el cielo del poblado (algo que retomaría Woody Allen en "Historias de Nueva York") y le regala una paloma capaz de hacer realidad los deseos de todos y cada uno de los pobres, que se ponen en fila para hacer su petición. Esta escena la repetiría Berlanga en "Bienvenido Mr Marshall" cuando se supone que van a venir los americanos dejando regalos a diestro y siniestro y todo el pueblo hace cola para cumplir sus sueños, aunque estos consistan en un tractor o en convertir en sheriff a Pepe Isbert.
Cuando se descubre petróleo en el poblado, los ricos y los policías intentan desalojar a los pobres, de forma que la paloma se convierte en un arma (peculiar, eso sí) de resistencia para evitar la evacuación, haciendo posibles unas triquiñuelas y unos efectos especiales que hoy se nos antojan como cutres pero que no son, ni de lejos, lo más surrealista de toda esta historia. Porque hay que ver a una delegación de pobres que va a visitar al rico propietario del terreno en el que se ubica el poblado (un ricachón sospechosamente parecido a Mussollini) para descubrir que tiene a un hombre colgado de la fachada de un tercer piso, cuando lo acercan a la ventana mediante una polea, el hombre les dice el grado de humedad ambiental. Es un hombre termómetro.
A continuación, el rico les da lecciones de igualdad. Nada hay tan desigual como ver a un rico afirmando que todos somos iguales.
Pese a lo estrafalario de la situación, los personajes son tratados por la película con una enorme dignidad. Quizá sea esa la mayor característica del neorrealismo italiano, la piedad y el respeto con el que tratan a sus personajes. Si alguien quiere saber en qué acaba la cosa, tendrá que ver la película.
Para comprender por qué esta película, pese a su antigüedad, sigue vigente, sólo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor y ver cuanto hemos mejorado en 60 años.
Si alguien no tiene a dónde ir, cualquier habitante de una ciudad debería alegrarse de que, al menos, pudiese dormir en los bancos, los parques o las vías públicas. Los indigentes, en numerosas ciudades, prefieren dormir de día. De noche, temen ser robados o que les prendan fuego.
No hace mucho, leía en el periódico que nadie sabe qué hacer con unos indigentes a los que se considera desechos. "El pobre es el equivalente del objeto después del consumo: un resto que fastidia. Tal vez este problema social pueda coincidir en breve con el tratamiento de las basuras domésticas: un problema de ecología y gestión de sobrantes humanos y materiales".
Una posibilidad sería poner a los pobres en órbita. El problema es el coste.
23 octubre, 2011
Finale
Ennio Morricone.
Cuando era pequeño (todavía lo soy), los noticiarios abrían con demasiada frecuencia con amasijos de hierros, caras ensangrentadas, escombros y cristales rotos. El país vasco era un sitio de color gris plomo.
Al parecer, esto se ha terminado. Después de muchas décadas, el futuro ha acudido a la cita. La canción que hay sobre estas pocas líneas se titula "Finale", un tema emocionante que está muy por encima de la película a la que pertenece: "C´era una volta il west".
La mirada de Claudia Cardinale en este vídeo, apunta hacia el futuro, aunque ya nunca podrá evitar mirar el pasado de reojo. Para mucha gente, puede que sea el único camino que queda, intentar que el pasado deje de ser una colección de silencios. Intentar construir.
En la marina británica del siglo XIX, tenían un dicho recurrente ante la llegada de tiempo inestable: "Hay que proteger las lámparas, una ráfaga de viento puede apagarlas".
Puede que estemos en un tiempo de proteger lámparas.
20 octubre, 2011
In the mood for love
Los políticos y los empresarios son, sin duda alguna, los dos gremios más odiados actualmente en este mundo elástico que ya es grande y pequeño a la vez. Grande en extensión geográfica y pequeño y rápido gracias a la tecnología. Hace un par de semanas, sin embargo, se produjo un duelo global por la muerte de un empresario que dinamitó esa barrera de odio. Que, en lugar de las habituales muestras de condolencia tipo "descanse en paz" y similares, el mensaje unánime a nivel mundial haya sido "gracias" es muy significativo. Como todos habréis adivinado, me refiero a Steve Jobs.
Su muerte tuvo tanta repercusión que, más bien, parecía que Lady Di se hubiese muerto dos o tres veces. Los medios de comunicación le dieron un tratamiento tan mesiánico al asunto que el sábado siguiente estuve todo el día ojo avizor: si al tercer día llega a resucitar, yo también me hubiese cambiado a Mac. Pero no resucitó, y ahora hay dos tipos que van a tener que asumir un marrón de proporciones épicas. El primero de ellos es un fulano llamado Tim Cook, el tipo que tiene que sustituir al Mesías en Apple. Imaginad su cara ante algo que, más que un reto, parece una situación como aquella donde te dan un regalo envenenado y tienes que decir que mola.
El segundo tipo, claramente enmarronado por la muerte de Jobs, es John Malkovich. Las oficinas del paro ya se están preparando para recibirle. A la vista de los acontecimientos, parece imposible que Steve Jobs no lo sustituya en el nuevo anuncio de Nespresso.
Bromas aparte, lo cierto es que todo el mundo, de una u otra forma, con poesía o biografía, vino a resaltar la misma característica que lo identificaba ante el mundo: el ser distinto, diferente.
Steve Jobs no inventó nada y, aún así, fue capaz de cambiar la vida cotidiana de millones de personas, que ahora serían incapaces de seguir su día a día sin uno de esos cacharrillos electrónicos con una manzanita detrás. Consiguió extraer lo esencial y comunicarlo de manera sencilla y eficaz, fue capaz de conseguir que la gente le perdiese el miedo a las máquinas y a la electrónica con instrucciones complicadas y engorrosas y que interactuase con los cacharrillos con el golpe de un solo dedo.
Convirtió lo complicado en sencillo, puede que su elevación a los altares de los genios universales tenga algo que ver con esto. No parece que Steve Jobs, al morirse, se haya ido al "más allá". Más bien, parece que Jobs ya vivía en el futuro, en ese "más allá" desde donde traía sus ideas al "más acá".
Es posible que fuese un tipo insufrible en la distancia corta, pero lo cierto es que, su talento y su visión del futuro, le permitieron mirar hacia atrás y no ser capaz siquiera de divisar a sus competidores, los cuales parecían resignarse a ser meros espectadores de la siguiente vuelta de tuerca de Jobs para, a continuación, imitarlo. Hay gente que se atreve a abrir nuevos caminos y gente que sigue los caminos que abren otros. Jobs no era de estos últimos.
Seguro que recordáis cuando comprar un ordenador era meter en tu salón una especie de mamotreto ruidoso y gigante. Apple dejó de romper la estética de los salones (en caso de haberla) cuidando el diseño de forma extraordinaria, provocando que sus adoradores admiren la apariencia de sus aparatos a la vez que se sienten parte de un club exclusivo y elitista que no descuida la belleza. Apple nos recordó que los objetos cotidianos y los instrumentos pueden y "deben" ser bellos. Incluso transformó a sus compradores, a su vez, en vendedores. ¿Quién no ha visto a un usuario de los múltiples cacharrillos de Apple predicando sus extraordinarias virtudes e intentando vender a otro que han cambiado su vida?.
No doy más la tabarra con Steve Jobs y voy a lo que quería escribir después de este rodeo considerable: de la belleza y de una película llamada In the mood for love. Wong Kar Wai. 2000.
La acción transcurre en Hong Kong en los años 60. Los dos protagonistas descubren que sus respectivas parejas les están engañando entre ellos. Poco a poco se van viendo con más frecuencia, pasean por la calle e intentan comprender como ha ocurrido. Casi sin darse cuenta la intimidad va aumentando entre ellos. La película nos enseña cómo las oportunidades perdidas se convierten en un recuerdo permanente. Es una historia de amor, de aquello que pudo ser y nunca fue...
En el primer plano de esta historia, la protagonista, Maggie Cheung (bellísima), abre una ventana. Esto es como una declaración de intenciones, algo así como si fuésemos a ver la película a través de esa ventana. A lo largo de la película hay muchos planos a través de cristales, ventanas, visillos etc que nos dan a entender que somos testigos distanciados de la historia que va a suceder.
Es bastante difícil describir una película de Wong Kar Wai porque sus películas no empiezan ni acaban, digamos que forman parte de un "todo" donde, incluso los mismos personajes repiten algunas películas. Es como si todas sus películas juntas fuesen una. Todas con los mismos temas, todas iguales, pero todas distintas. Posee una forma totalmente distinta de contar una película, la historia avanza sobre la articulación de repeticiones, ecos y retornos visuales y sonoros. Su manera de narrar una historia no tiene nada de académica, no hay planos ni encuadres con una composición a la que llamaríamos clásica, es decir, no hace planos generales, planos medios o primeros planos. Crea su propia sintaxis, fragmenta el cuerpo de los personajes -vemos pasos, caderas caminando...- y puede montar una grúa o un travelling para seguir una mano o un brazo. Sin duda, se arriesga, confía como pocos en el poder de las imágenes que crea. El plano-contraplano no existe y la película ni siquiera tiene un final. Y nada de esto importa demasiado.
Este director es uno de esos tipos que frecuentemente son denostados o menospreciados por su afán esteticista. Para él, la forma de contar la historia es lo que hace que el contenido tenga un significado. Su estilo es poético, se basa más en la sensación que en la narración, no tiene nada que ver con una forma de narrar convencional o Hollywoodiense. Es como si la esencia de todo fuese capturar un instante, una sensación, no un argumento. No importa lo que dice sino lo que sugiere. Wong Kar Wai logra que su película pise terrenos cercanos a la poesía, esto lo consigue -a mi modo de ver- mediante dos recursos tan viejos como el mundo pero que en manos de este director se convierten en dos herramientas nuevas: El fuera de campo y la elipsis.
A los cuatro o cinco minutos de película hay una escena donde la protagonista está en el pasillo hablando con su marido (al que oímos en off) a través de la puerta, ella entra, la cámara se queda con el pasillo vacío, ella sale. Cuando sale te das cuenta de que ha entrado a dar un beso a su marido. ¿Como lo sabes?. No lo has visto. No lo has oído. Sin embargo, lo sabes. Lo que no ves, lo que esta fuera de campo estimula nuestra imaginación, hace que el espectador participe, que se sienta cómplice. Trata al espectador como alguien inteligente, algo novedoso en estos tiempos.
En la película hay un montón de momentos como este donde la cámara se detiene en la antesala del acontecimiento (fuera de campo), con planos en el pasillo mientras la acción transcurre en la habitación. Por ejemplo, jamás vemos a la pareja infiel, solo los oímos en off. Esto es lo que hace que sea más importante lo que se sugiere que lo que se ve.
El vestuario de Maggie Cheung. Posiblemente, de lo más deslumbrante que se vio en la pasada década en lo que a estilismo se refiere. Supongo que no le descubro nada nuevo a nadie si digo que las diferentes piezas (planos) que forman el puzzle de una película se ruedan de forma desordenada. Salvo escasas excepciones, no es muy difícil que se ruede una conversación cara a cara de dos actores con el plano de uno de ellos grabado hoy en California y el contraplano del otro actor se grabe dos meses después en Normandia. Ya os podéis imaginar la dificultad técnica que conlleva todo esto a la hora de que el espectador vea la película y asuma todo este falseo como natural y no se percate del engaño. Para que la mentira funcione hay que recrear una serie de factores (luz, vestuario...) en ambas situaciones. De la coherencia de todo esto (y de otras cosas) se ocupa una persona denominada "script", suele ser la responsable de que no haya lo que denominan fallos de raccord o, más comúnmente, gazapos. Imaginad que estáis viendo en el cine una secuencia normal con dos personajes hablando, sin ningún salto en el tiempo y con raccord (continuidad) directo, y entre un plano y el siguiente por corte directo hay un error en el vestuario y la actriz, entre unos planos y otros, tiene otro vestido cuando debería tener siempre el mismo. Puede ocurrir.
Ahora imaginad que veis esto en una película (la que nos ocupa), y cuando crees que es un gazapo, de repente te das cuenta de que el vestido de la actriz está siendo usado para hacer elipsis temporales (saltos en el tiempo), y que la secuencia que parecía una por montaje y argumento, realmente son tres y el paso del tiempo se marca con el vestido, de lo contrario jamás te darías cuenta de que esa secuencia ocurre en días distintos. Y te quedas con cara de tonto porque el señor Wong Kar Wai considera al espectador una bestia inteligente capaz de entender y asumir con naturalidad todo lo anterior.
Aquí, el vestuario no sólo se usa para crear o definir a los personajes sino para que te guíe en los saltos temporales, se utiliza como reloj, marca el paso del tiempo, de los días. Y no he dicho nada de la belleza de esos vestidos.
Este director creció en el Hong Kong de los años 60, en una época donde era una especie de colonia británico-china con los mayores centros financieros de Asia. Imagino que era una ciudad de cruce de culturas, donde en la radio había música china, americana o filipina y que de ahí viene la música de sus películas. Esa es otra, la música de sus películas, nadie utiliza la música así.
Hace un uso de la cámara lenta -como si pretendiese dilatar el tiempo- fusionado a la música, como si ésta fuese un eco de músicas del pasado. Como si tuviese nostalgia por un tiempo que no puede volver y del que nos quedan ecos: una canción fugaz, el humo de un cigarrillo...
La película es una progresión de elementos repetitivos, espacios que retornan, relatos incompletos, viajes a ninguna parte, es como si los años 60 en Hong Kong fueran un mundo de recuerdos perdidos, como si estos fragmentos fuesen imágenes rescatadas de la memoria. Al igual que la música, se repiten los espacios geográficos: casas de comida, cruces de caminos, calles, pasillos de hotel, lámparas bajo la lluvia...
Todo esta construido en base a la sensación de soledad, de lo efímero, de los recuerdos, el desamor, la incomunicación, la frustración por un pasado perdido.
Es una de esas películas que no tiene un término medio, a unas personas les apasiona y otras la despachan con adjetivos como pretenciosa, aburrida, relamida o simplemente la odian. En todo caso, merece la pena verla. La apuesta de Wong Kar Wai por la belleza y la elegancia es total. Al final del post dejaré un enlace en el que habrá más fotografías de la película para aquel que quiera verlas.
En su momento, fue una de esas historias que se van abriendo hueco a través del boca-oreja hasta que terminan convirtiéndose en una tendencia imparable. La estética y los colores de esta película lo invadieron todo en los años posteriores a su estreno, no era nada difícil rastrear el tono visual de In the mood for love en sesiones de fotos de moda, escaparates de tiendas de marcas punteras o, incluso, en el papel de las paredes de tiendas o bares.
La belleza es un rasgo enormemente hipócrita. A la hora de elegir, todo el mundo opta (generalmente) por lo que le entra a través del ojo, para luego hablar de la importancia de la belleza como algo frívolo, superficial y peyorativo. Enseguida se despacha presurosamente lo bello como algo esteticista o vacío. Al parecer, uno es muy sabio cuando condena el tomar decisiones basándose en la belleza mientras acaricia su Iphone en el bolsillo. Yo, qué le voy a hacer, no me parece que la belleza sea un rasgo que se deba menospreciar. Soy más de la opinión de Oscar Wilde: "Sólo los superficiales no juzgan por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible".
"Él recuerda aquellos años como si mirara a través del cristal de una ventana cubierta de polvo".
Más fotos de la película -->
Su muerte tuvo tanta repercusión que, más bien, parecía que Lady Di se hubiese muerto dos o tres veces. Los medios de comunicación le dieron un tratamiento tan mesiánico al asunto que el sábado siguiente estuve todo el día ojo avizor: si al tercer día llega a resucitar, yo también me hubiese cambiado a Mac. Pero no resucitó, y ahora hay dos tipos que van a tener que asumir un marrón de proporciones épicas. El primero de ellos es un fulano llamado Tim Cook, el tipo que tiene que sustituir al Mesías en Apple. Imaginad su cara ante algo que, más que un reto, parece una situación como aquella donde te dan un regalo envenenado y tienes que decir que mola.
El segundo tipo, claramente enmarronado por la muerte de Jobs, es John Malkovich. Las oficinas del paro ya se están preparando para recibirle. A la vista de los acontecimientos, parece imposible que Steve Jobs no lo sustituya en el nuevo anuncio de Nespresso.
Bromas aparte, lo cierto es que todo el mundo, de una u otra forma, con poesía o biografía, vino a resaltar la misma característica que lo identificaba ante el mundo: el ser distinto, diferente.
Steve Jobs no inventó nada y, aún así, fue capaz de cambiar la vida cotidiana de millones de personas, que ahora serían incapaces de seguir su día a día sin uno de esos cacharrillos electrónicos con una manzanita detrás. Consiguió extraer lo esencial y comunicarlo de manera sencilla y eficaz, fue capaz de conseguir que la gente le perdiese el miedo a las máquinas y a la electrónica con instrucciones complicadas y engorrosas y que interactuase con los cacharrillos con el golpe de un solo dedo.
Convirtió lo complicado en sencillo, puede que su elevación a los altares de los genios universales tenga algo que ver con esto. No parece que Steve Jobs, al morirse, se haya ido al "más allá". Más bien, parece que Jobs ya vivía en el futuro, en ese "más allá" desde donde traía sus ideas al "más acá".
Es posible que fuese un tipo insufrible en la distancia corta, pero lo cierto es que, su talento y su visión del futuro, le permitieron mirar hacia atrás y no ser capaz siquiera de divisar a sus competidores, los cuales parecían resignarse a ser meros espectadores de la siguiente vuelta de tuerca de Jobs para, a continuación, imitarlo. Hay gente que se atreve a abrir nuevos caminos y gente que sigue los caminos que abren otros. Jobs no era de estos últimos.
Seguro que recordáis cuando comprar un ordenador era meter en tu salón una especie de mamotreto ruidoso y gigante. Apple dejó de romper la estética de los salones (en caso de haberla) cuidando el diseño de forma extraordinaria, provocando que sus adoradores admiren la apariencia de sus aparatos a la vez que se sienten parte de un club exclusivo y elitista que no descuida la belleza. Apple nos recordó que los objetos cotidianos y los instrumentos pueden y "deben" ser bellos. Incluso transformó a sus compradores, a su vez, en vendedores. ¿Quién no ha visto a un usuario de los múltiples cacharrillos de Apple predicando sus extraordinarias virtudes e intentando vender a otro que han cambiado su vida?.
No doy más la tabarra con Steve Jobs y voy a lo que quería escribir después de este rodeo considerable: de la belleza y de una película llamada In the mood for love. Wong Kar Wai. 2000.
La acción transcurre en Hong Kong en los años 60. Los dos protagonistas descubren que sus respectivas parejas les están engañando entre ellos. Poco a poco se van viendo con más frecuencia, pasean por la calle e intentan comprender como ha ocurrido. Casi sin darse cuenta la intimidad va aumentando entre ellos. La película nos enseña cómo las oportunidades perdidas se convierten en un recuerdo permanente. Es una historia de amor, de aquello que pudo ser y nunca fue...
En el primer plano de esta historia, la protagonista, Maggie Cheung (bellísima), abre una ventana. Esto es como una declaración de intenciones, algo así como si fuésemos a ver la película a través de esa ventana. A lo largo de la película hay muchos planos a través de cristales, ventanas, visillos etc que nos dan a entender que somos testigos distanciados de la historia que va a suceder.
Es bastante difícil describir una película de Wong Kar Wai porque sus películas no empiezan ni acaban, digamos que forman parte de un "todo" donde, incluso los mismos personajes repiten algunas películas. Es como si todas sus películas juntas fuesen una. Todas con los mismos temas, todas iguales, pero todas distintas. Posee una forma totalmente distinta de contar una película, la historia avanza sobre la articulación de repeticiones, ecos y retornos visuales y sonoros. Su manera de narrar una historia no tiene nada de académica, no hay planos ni encuadres con una composición a la que llamaríamos clásica, es decir, no hace planos generales, planos medios o primeros planos. Crea su propia sintaxis, fragmenta el cuerpo de los personajes -vemos pasos, caderas caminando...- y puede montar una grúa o un travelling para seguir una mano o un brazo. Sin duda, se arriesga, confía como pocos en el poder de las imágenes que crea. El plano-contraplano no existe y la película ni siquiera tiene un final. Y nada de esto importa demasiado.
Este director es uno de esos tipos que frecuentemente son denostados o menospreciados por su afán esteticista. Para él, la forma de contar la historia es lo que hace que el contenido tenga un significado. Su estilo es poético, se basa más en la sensación que en la narración, no tiene nada que ver con una forma de narrar convencional o Hollywoodiense. Es como si la esencia de todo fuese capturar un instante, una sensación, no un argumento. No importa lo que dice sino lo que sugiere. Wong Kar Wai logra que su película pise terrenos cercanos a la poesía, esto lo consigue -a mi modo de ver- mediante dos recursos tan viejos como el mundo pero que en manos de este director se convierten en dos herramientas nuevas: El fuera de campo y la elipsis.
A los cuatro o cinco minutos de película hay una escena donde la protagonista está en el pasillo hablando con su marido (al que oímos en off) a través de la puerta, ella entra, la cámara se queda con el pasillo vacío, ella sale. Cuando sale te das cuenta de que ha entrado a dar un beso a su marido. ¿Como lo sabes?. No lo has visto. No lo has oído. Sin embargo, lo sabes. Lo que no ves, lo que esta fuera de campo estimula nuestra imaginación, hace que el espectador participe, que se sienta cómplice. Trata al espectador como alguien inteligente, algo novedoso en estos tiempos.
En la película hay un montón de momentos como este donde la cámara se detiene en la antesala del acontecimiento (fuera de campo), con planos en el pasillo mientras la acción transcurre en la habitación. Por ejemplo, jamás vemos a la pareja infiel, solo los oímos en off. Esto es lo que hace que sea más importante lo que se sugiere que lo que se ve.
El vestuario de Maggie Cheung. Posiblemente, de lo más deslumbrante que se vio en la pasada década en lo que a estilismo se refiere. Supongo que no le descubro nada nuevo a nadie si digo que las diferentes piezas (planos) que forman el puzzle de una película se ruedan de forma desordenada. Salvo escasas excepciones, no es muy difícil que se ruede una conversación cara a cara de dos actores con el plano de uno de ellos grabado hoy en California y el contraplano del otro actor se grabe dos meses después en Normandia. Ya os podéis imaginar la dificultad técnica que conlleva todo esto a la hora de que el espectador vea la película y asuma todo este falseo como natural y no se percate del engaño. Para que la mentira funcione hay que recrear una serie de factores (luz, vestuario...) en ambas situaciones. De la coherencia de todo esto (y de otras cosas) se ocupa una persona denominada "script", suele ser la responsable de que no haya lo que denominan fallos de raccord o, más comúnmente, gazapos. Imaginad que estáis viendo en el cine una secuencia normal con dos personajes hablando, sin ningún salto en el tiempo y con raccord (continuidad) directo, y entre un plano y el siguiente por corte directo hay un error en el vestuario y la actriz, entre unos planos y otros, tiene otro vestido cuando debería tener siempre el mismo. Puede ocurrir.
Ahora imaginad que veis esto en una película (la que nos ocupa), y cuando crees que es un gazapo, de repente te das cuenta de que el vestido de la actriz está siendo usado para hacer elipsis temporales (saltos en el tiempo), y que la secuencia que parecía una por montaje y argumento, realmente son tres y el paso del tiempo se marca con el vestido, de lo contrario jamás te darías cuenta de que esa secuencia ocurre en días distintos. Y te quedas con cara de tonto porque el señor Wong Kar Wai considera al espectador una bestia inteligente capaz de entender y asumir con naturalidad todo lo anterior.
Aquí, el vestuario no sólo se usa para crear o definir a los personajes sino para que te guíe en los saltos temporales, se utiliza como reloj, marca el paso del tiempo, de los días. Y no he dicho nada de la belleza de esos vestidos.
Este director creció en el Hong Kong de los años 60, en una época donde era una especie de colonia británico-china con los mayores centros financieros de Asia. Imagino que era una ciudad de cruce de culturas, donde en la radio había música china, americana o filipina y que de ahí viene la música de sus películas. Esa es otra, la música de sus películas, nadie utiliza la música así.
Hace un uso de la cámara lenta -como si pretendiese dilatar el tiempo- fusionado a la música, como si ésta fuese un eco de músicas del pasado. Como si tuviese nostalgia por un tiempo que no puede volver y del que nos quedan ecos: una canción fugaz, el humo de un cigarrillo...
La película es una progresión de elementos repetitivos, espacios que retornan, relatos incompletos, viajes a ninguna parte, es como si los años 60 en Hong Kong fueran un mundo de recuerdos perdidos, como si estos fragmentos fuesen imágenes rescatadas de la memoria. Al igual que la música, se repiten los espacios geográficos: casas de comida, cruces de caminos, calles, pasillos de hotel, lámparas bajo la lluvia...
Todo esta construido en base a la sensación de soledad, de lo efímero, de los recuerdos, el desamor, la incomunicación, la frustración por un pasado perdido.
Es una de esas películas que no tiene un término medio, a unas personas les apasiona y otras la despachan con adjetivos como pretenciosa, aburrida, relamida o simplemente la odian. En todo caso, merece la pena verla. La apuesta de Wong Kar Wai por la belleza y la elegancia es total. Al final del post dejaré un enlace en el que habrá más fotografías de la película para aquel que quiera verlas.
En su momento, fue una de esas historias que se van abriendo hueco a través del boca-oreja hasta que terminan convirtiéndose en una tendencia imparable. La estética y los colores de esta película lo invadieron todo en los años posteriores a su estreno, no era nada difícil rastrear el tono visual de In the mood for love en sesiones de fotos de moda, escaparates de tiendas de marcas punteras o, incluso, en el papel de las paredes de tiendas o bares.
La belleza es un rasgo enormemente hipócrita. A la hora de elegir, todo el mundo opta (generalmente) por lo que le entra a través del ojo, para luego hablar de la importancia de la belleza como algo frívolo, superficial y peyorativo. Enseguida se despacha presurosamente lo bello como algo esteticista o vacío. Al parecer, uno es muy sabio cuando condena el tomar decisiones basándose en la belleza mientras acaricia su Iphone en el bolsillo. Yo, qué le voy a hacer, no me parece que la belleza sea un rasgo que se deba menospreciar. Soy más de la opinión de Oscar Wilde: "Sólo los superficiales no juzgan por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible".
"Él recuerda aquellos años como si mirara a través del cristal de una ventana cubierta de polvo".
Más fotos de la película -->
16 octubre, 2011
I left my heart in San Francisco
Julie London. Una de esas canciones de escuchar en una noche tranquila. Este tema también fue interpretado por Tony Bennett, Peggy Lee, Frank Sinatra y cualquiera que pasase por allí en los 50 o los 60. A mí me gusta esta versión.
La canción es una especie de homenaje a San Francisco, esa ciudad de cuesta empinada y terremoto previsible, con puente famoso, niebla en la bahía y tranvías con una campanilla que siempre suena, al parecer, cuando pasan por delante de uno.
San Francisco no se despista nunca, está presa de un posado eterno durante las 24 horas del día. Por eso es una ciudad apropiada para pasear cámaras de cine o cualquier otro cacharrillo de antepenúltima generación con un dispositivo captador que atrape imágenes.
10 octubre, 2011
Claudia´s theme
Lennie Niehaus & Clint Eastwood. El tema instrumental más bello de "Sin Perdón", esa película de trigo que se balancea con el viento al atardecer, de gente que tiene cicatrices pero no sólo en la cara, de tipos que siempre han tenido suerte cuando se trataba de matar, de pistoleros cansados que empiezan buscando dinero fácil cuando lo que buscan es redención.
A William Munny, no le gusta que utilicen el cadáver de su amigo para decorar el bar del pueblo. Por eso se acerca al local escopeta en mano, para que cualquier espectador de cine sepa en qué consiste eso de hacer "un buen final".
02 octubre, 2011
Cheek to Cheek
Louis Armstrong & Ella Fitzgerald. La canción comienza con Louis Armstrong diciendo "Heaven...", en ese momento ya estás atrapado por este tipo que usa como armas una voz más rota que la economía griega, una boca llena de dientes, una sonrisa eterna y una trompeta caprichosa que selecciona el aire que deja pasar a su través.
Como esto no era suficiente para este tema inolvidable de Irving Berlin, canta con Ella Fitzgerald, una voz que convierte a una canción en elegante casi sin querer.
Tres tipos capaces de cambiar en segundos el estado de ánimo del que escucha.
Buen domingo a todos.
25 septiembre, 2011
Glory Box
18 septiembre, 2011
I say a little prayer
14 septiembre, 2011
La vida de los otros
A veces ocurre que hay películas necesarias. Con frecuencia, leemos o escuchamos, desde los medios de comunicación, advertencias difusas acerca del mundo electrónico e invasivo donde absolutamente todo lo que nos rodea almacena información de nosotros. El ticket informatizado de la compra, el DNI con chip incorporado, transferencias electrónicas, cajeros automáticos, redes sociales, cookies, compras por internet, blogs, el libro que coges en la biblioteca, tu cuenta de correo. Nos hemos convertido en datos con piernas. Somos conscientes de que esa información va a parar a algún sitio pero no nos importa, desde todas las tribunas nos informan de las grandes ventajas de la información centralizada: organización, rapidez, efectividad, la sacrosanta "seguridad" en nombre de la cual se cometen tantos desmanes últimamente, y sobre todo... la comodidad. Aceptamos adormecidos el striptease de los datos de nuestra vida cotidiana, en muchos de los casos, por pura comodidad. Algunas voces ya alertan de que la palabra "control" no es bienvenida en este nuevo mundo tecnológico donde la privacidad se ve como algo rancio y casposo. El nuevo orden predica que el exhibicionismo es lo normal e, incluso, lo deseable.
Lo cierto es que, nunca como ahora, habíamos estado con este grado de libertad (en los sitios donde la libertad no es una falacia, claro) y, al mismo tiempo, tan absoluta y globalmente "controlados". Vivimos unos tiempos en los que los números ya reemplazan a las palabras, a los nombres, a las democracias, al dinero (cualquiera que vaya a un cajero puede comprobar que su dinero son sólo números en una pantalla) y, en breve, a la memoria. Seguro que muchos ya habréis sido testigos de cómo, cada vez que surge una duda en una conversación o alguien no se acuerda de un dato, aparece en escena un cacharrito llamado Iphone (o similar) con un tipo encantado de hacer una demostración de su gran habilidad usando Google. Dentro de poco, la gente con memoria resultará cada vez más escasa, ya nadie procurará recordar nada. Para qué, si tienes el cacharrito que te convierte en autómata. Antes nadie recordaba el dato y no pasaba nada, incluso podía dar pie a una buena discusión. Ahora Google aniquila las conversaciones y las despoja de toda su gracia.
Lo que ya no le hace gracia a nadie es que la numeración de las personas las reduce a mero ganado, por lo tanto esto no se debe decir. El control de la población mediante la información ocurre y lleva ocurriendo siempre. Quizá la novedad resida en que, ahora, proporcionamos todo tipo de información privada de forma voluntaria, con alegría y despreocupación.
Cada vez que surgen estas discusiones acerca de la privacidad y el control de la información, mi memoria (lo que queda de ella) vuela hacia una de las mejores películas de la pasada década. La vida de los otros. Florian Henckel Von Donnersmarck. 2006.
Las dos primeras escenas de la película, un interrogatorio y una representación teatral, están destinadas a presentarnos al protagonista, Gerd Wiesler, un capitán extremadamente competente de la “stasi”, una especie de autómata fanático e inexpresivo. En la obra de teatro se muestra tal como es, un fisgón, un observador minucioso. Asistimos a la obra de teatro, pero no atendemos a ella, sólo es una excusa para presentarnos a todos los personajes de la película mientras Wiesler está arriba viéndolo todo, controlándolo todo, fijándose en todo, lo escruta todo atentamente, como lo que es, un maestro de marionetas en la sombra, siempre en la sombra. Él no disfruta de la función de teatro, sus cualidades son observar, escrutar, sospechar de todo… ha sido entrenado y adoctrinado para eso. Es lo que hace. Podría ser algo así como el reverso malsano de James Stewart en "La ventana indiscreta", sólo que, donde allí todo era suspense, cotilleo y entretenimiento, aquí todo es oscuridad, asfixia y opresión. Estamos en el Berlín Este de 1984 y esta fecha no es casual, guarda una relación directa con la novela de Orwell.
Hubo una época de la historia en la que, en algunos sitios, se pensaba que el comunismo era la solución válida a todos los problemas y desigualdades del capitalismo. En esta película vemos su verdadera cara, donde los más poderosos del “partido” usan ese poder para controlar, someter y utilizar a todo el mundo para su propio beneficio. Los ministros y jefes son profesionales de la extorsión, unos chantajistas con una única obsesión: "el control". La mezquindad no entiende de geografía, de política, de idiomas o de ideologías. Es universal. Siempre encuentra cobijo en el corazón de los poderosos.
Vemos hasta donde puede corromper el poder y cómo se dedican sistemáticamente a cometer todos los abusos imaginables. En este tipo de regímenes totalitarios, el estado siempre es un recto e intachable guardián de la moral. Por fuera, claro. Por dentro todo es podredumbre, la hipocresía sin límite del “sistema” tiene como único fin oprimir a todos. Doblegarlos a todos. Un “sistema” pernicioso y ultrajante cuya doctrina es “desconfía de todos”, “todos ocultan algo” y utilizan la vigilancia y la amenaza para los fines personales de unos pocos.
Sólo pensar mal del régimen ya es motivo de arresto, puedes arruinar tu carrera por un chiste del “partido” en el comedor, porque siempre hay por allí alguien dispuesto a denunciarte. Mantener a la mayoría de la población en un estado continuo de ansiedad interior funciona porque la gente está demasiado ocupada asegurando su propia supervivencia o peleando por ella como para dar una respuesta eficaz al abuso de poder o a la ausencia de intimidad de la que nadie está a salvo.
Te das cuenta de cómo todos están amenazados, obligados a ser cómplices del “sistema”, al parecer, con un objetivo grandioso: convertir a todo el mundo en un soplón.
El "sistema" es como una termita, poco a poco va excavando y agujereando hasta que el mueble se derrumba y sólo quedan calles con escaso alumbrado público, desangeladas, grises, vacías, sin apenas coches. Hasta tienes que medir tus palabras, como en aquella España antigua donde antes de decir algo mirabas a un lado y a otro porque no sabías quién podía estar escuchando. El miedo lo domina todo.
En un momento de la película, un personaje dice: “No existe ningún lugar seguro”. Es cierto. La suciedad lo rodea todo. Puedes ducharte, pero hay suciedad que no sale con agua. Todos se prostituyen física o moralmente para sobrevivir.
A Gerd Wiesler, nuestro escalofriante y perfeccionista capitán de la “stasi”, le encomiendan la misión de espiar a una pareja formada por el escritor más importante y la actriz más popular de la Republica Democrática Alemana. Él no sabe hasta qué punto esa misión va a influir en su propia vida. Wiesler lleva una vida de soledad, de androide, de vez en cuando, el "partido" le envía alguna prostituta, eso sí, con un rígido horario espartano. Este personaje se encarga de vigilar absolutamente todos los aspectos de la vida de la pareja como si fuese un semidiós. Y llega un momento en el que se involucra y empieza a cambiar, empieza a vivir por delegación, empieza a vivir la vida de los otros.
Al mirar a su alrededor se da cuenta de la mezquindad que le rodea y, poco a poco, va desapareciendo su fe en su propio gobierno. El protagonista, en su viaje, descubre lo que es ser un buen hombre.
Es una película hermosa, inolvidable, perturbadora, trágica, un paseíllo por las entrañas de la injusticia pero también uno de los mayores cantos a la libertad y a la esperanza que he visto. Una película emocionante donde un libro puede cambiar la vida de una persona y su percepción del mundo, donde una sonata puede ser algo más que música, donde la sangre de muchos puede estar representada por la tinta roja de una carta. Los miserables siempre se dedican en cuerpo y alma a arrancar todas las flores sin darse cuenta de que la primavera siempre llega.
El resto del reparto está formado por gente que intenta conservar su dignidad como si fuese un tesoro. Intentan, como pueden, ser fieles a sus principios y se “comprometen” en un tiempo donde eso te puede costar la vida. Escriben una carta donde dicen lo que “no se debe decir”. Y esa carta está escrita con sangre y con esperanza. El color rojo es muy importante en esta película.
Destripando lo menos posible el argumento, voy a hablar del que -para mí- es el corazón de la película: Jerska.
Seguramente habréis visto muchas veces en televisión una película llamada “Fuga de Alcatraz”, donde Clint Eastwood es amigo de un anciano que pinta cuadros en el patio de la cárcel. Un día, el alcaide descubre que ha pintado un retrato suyo –poco favorecedor- con una flor y decide retirarle el derecho a pintar. Al arrebatarle lo único que le hacía libre, el anciano se amputa todos los dedos de la mano con una macheta. Cuando Clint Eastwood se escapa de Alcatraz, deja la flor de su amigo para que la encuentre el alcaide.
En esta película, ese anciano es Jerska.
Cuando vienen a por ti, siempre te amputan lo que más quieres. Jerska es el director de teatro de más talento de la RDA, al que se lo han quitado todo y lo han puesto en una lista negra. Y decide marcharse para siempre. Pero deja su propia flor.
“Sonata para un buen hombre”
Lo cierto es que, nunca como ahora, habíamos estado con este grado de libertad (en los sitios donde la libertad no es una falacia, claro) y, al mismo tiempo, tan absoluta y globalmente "controlados". Vivimos unos tiempos en los que los números ya reemplazan a las palabras, a los nombres, a las democracias, al dinero (cualquiera que vaya a un cajero puede comprobar que su dinero son sólo números en una pantalla) y, en breve, a la memoria. Seguro que muchos ya habréis sido testigos de cómo, cada vez que surge una duda en una conversación o alguien no se acuerda de un dato, aparece en escena un cacharrito llamado Iphone (o similar) con un tipo encantado de hacer una demostración de su gran habilidad usando Google. Dentro de poco, la gente con memoria resultará cada vez más escasa, ya nadie procurará recordar nada. Para qué, si tienes el cacharrito que te convierte en autómata. Antes nadie recordaba el dato y no pasaba nada, incluso podía dar pie a una buena discusión. Ahora Google aniquila las conversaciones y las despoja de toda su gracia.
Lo que ya no le hace gracia a nadie es que la numeración de las personas las reduce a mero ganado, por lo tanto esto no se debe decir. El control de la población mediante la información ocurre y lleva ocurriendo siempre. Quizá la novedad resida en que, ahora, proporcionamos todo tipo de información privada de forma voluntaria, con alegría y despreocupación.
Cada vez que surgen estas discusiones acerca de la privacidad y el control de la información, mi memoria (lo que queda de ella) vuela hacia una de las mejores películas de la pasada década. La vida de los otros. Florian Henckel Von Donnersmarck. 2006.
Las dos primeras escenas de la película, un interrogatorio y una representación teatral, están destinadas a presentarnos al protagonista, Gerd Wiesler, un capitán extremadamente competente de la “stasi”, una especie de autómata fanático e inexpresivo. En la obra de teatro se muestra tal como es, un fisgón, un observador minucioso. Asistimos a la obra de teatro, pero no atendemos a ella, sólo es una excusa para presentarnos a todos los personajes de la película mientras Wiesler está arriba viéndolo todo, controlándolo todo, fijándose en todo, lo escruta todo atentamente, como lo que es, un maestro de marionetas en la sombra, siempre en la sombra. Él no disfruta de la función de teatro, sus cualidades son observar, escrutar, sospechar de todo… ha sido entrenado y adoctrinado para eso. Es lo que hace. Podría ser algo así como el reverso malsano de James Stewart en "La ventana indiscreta", sólo que, donde allí todo era suspense, cotilleo y entretenimiento, aquí todo es oscuridad, asfixia y opresión. Estamos en el Berlín Este de 1984 y esta fecha no es casual, guarda una relación directa con la novela de Orwell.
Hubo una época de la historia en la que, en algunos sitios, se pensaba que el comunismo era la solución válida a todos los problemas y desigualdades del capitalismo. En esta película vemos su verdadera cara, donde los más poderosos del “partido” usan ese poder para controlar, someter y utilizar a todo el mundo para su propio beneficio. Los ministros y jefes son profesionales de la extorsión, unos chantajistas con una única obsesión: "el control". La mezquindad no entiende de geografía, de política, de idiomas o de ideologías. Es universal. Siempre encuentra cobijo en el corazón de los poderosos.
Vemos hasta donde puede corromper el poder y cómo se dedican sistemáticamente a cometer todos los abusos imaginables. En este tipo de regímenes totalitarios, el estado siempre es un recto e intachable guardián de la moral. Por fuera, claro. Por dentro todo es podredumbre, la hipocresía sin límite del “sistema” tiene como único fin oprimir a todos. Doblegarlos a todos. Un “sistema” pernicioso y ultrajante cuya doctrina es “desconfía de todos”, “todos ocultan algo” y utilizan la vigilancia y la amenaza para los fines personales de unos pocos.
Sólo pensar mal del régimen ya es motivo de arresto, puedes arruinar tu carrera por un chiste del “partido” en el comedor, porque siempre hay por allí alguien dispuesto a denunciarte. Mantener a la mayoría de la población en un estado continuo de ansiedad interior funciona porque la gente está demasiado ocupada asegurando su propia supervivencia o peleando por ella como para dar una respuesta eficaz al abuso de poder o a la ausencia de intimidad de la que nadie está a salvo.
Te das cuenta de cómo todos están amenazados, obligados a ser cómplices del “sistema”, al parecer, con un objetivo grandioso: convertir a todo el mundo en un soplón.
El "sistema" es como una termita, poco a poco va excavando y agujereando hasta que el mueble se derrumba y sólo quedan calles con escaso alumbrado público, desangeladas, grises, vacías, sin apenas coches. Hasta tienes que medir tus palabras, como en aquella España antigua donde antes de decir algo mirabas a un lado y a otro porque no sabías quién podía estar escuchando. El miedo lo domina todo.
En un momento de la película, un personaje dice: “No existe ningún lugar seguro”. Es cierto. La suciedad lo rodea todo. Puedes ducharte, pero hay suciedad que no sale con agua. Todos se prostituyen física o moralmente para sobrevivir.
A Gerd Wiesler, nuestro escalofriante y perfeccionista capitán de la “stasi”, le encomiendan la misión de espiar a una pareja formada por el escritor más importante y la actriz más popular de la Republica Democrática Alemana. Él no sabe hasta qué punto esa misión va a influir en su propia vida. Wiesler lleva una vida de soledad, de androide, de vez en cuando, el "partido" le envía alguna prostituta, eso sí, con un rígido horario espartano. Este personaje se encarga de vigilar absolutamente todos los aspectos de la vida de la pareja como si fuese un semidiós. Y llega un momento en el que se involucra y empieza a cambiar, empieza a vivir por delegación, empieza a vivir la vida de los otros.
Al mirar a su alrededor se da cuenta de la mezquindad que le rodea y, poco a poco, va desapareciendo su fe en su propio gobierno. El protagonista, en su viaje, descubre lo que es ser un buen hombre.
Es una película hermosa, inolvidable, perturbadora, trágica, un paseíllo por las entrañas de la injusticia pero también uno de los mayores cantos a la libertad y a la esperanza que he visto. Una película emocionante donde un libro puede cambiar la vida de una persona y su percepción del mundo, donde una sonata puede ser algo más que música, donde la sangre de muchos puede estar representada por la tinta roja de una carta. Los miserables siempre se dedican en cuerpo y alma a arrancar todas las flores sin darse cuenta de que la primavera siempre llega.
El resto del reparto está formado por gente que intenta conservar su dignidad como si fuese un tesoro. Intentan, como pueden, ser fieles a sus principios y se “comprometen” en un tiempo donde eso te puede costar la vida. Escriben una carta donde dicen lo que “no se debe decir”. Y esa carta está escrita con sangre y con esperanza. El color rojo es muy importante en esta película.
Destripando lo menos posible el argumento, voy a hablar del que -para mí- es el corazón de la película: Jerska.
Seguramente habréis visto muchas veces en televisión una película llamada “Fuga de Alcatraz”, donde Clint Eastwood es amigo de un anciano que pinta cuadros en el patio de la cárcel. Un día, el alcaide descubre que ha pintado un retrato suyo –poco favorecedor- con una flor y decide retirarle el derecho a pintar. Al arrebatarle lo único que le hacía libre, el anciano se amputa todos los dedos de la mano con una macheta. Cuando Clint Eastwood se escapa de Alcatraz, deja la flor de su amigo para que la encuentre el alcaide.
En esta película, ese anciano es Jerska.
Cuando vienen a por ti, siempre te amputan lo que más quieres. Jerska es el director de teatro de más talento de la RDA, al que se lo han quitado todo y lo han puesto en una lista negra. Y decide marcharse para siempre. Pero deja su propia flor.
“Sonata para un buen hombre”
11 septiembre, 2011
Don´t think twice, it´s all right
Bob Dylan, además de eterno aspirante a premio Nobel según los medios de comunicación, también es un autor notable de aforismos. Uno de ellos, "lo que te espera en el futuro es aquello de lo que huiste en el pasado”, podría servir como epitafio de la demolición espectacular que ocurrió en Nueva York hace diez años. Por esos años, descubrimos que la caja negra de los aviones no era negra sino roja.
Diez años después, ha corrido mucha agua por debajo de los puentes, o peor, han corrido muchos puentes por debajo del agua. Sólo hemos sido testigos de cómo las demoliciones iban cambiando de países según los escenarios que iban escogiendo los expertos en escombros de uno y otro bando. Pese a lo que diga Obama (el mundo es un sitio más seguro y bla, bla, bla...), poco o nada ha cambiado, la gente sigue teniendo el mismo canguele cuando está dentro de un avión con dos tipos con rasgos moriscos. No digamos si encima sudan...
Ahora, estamos de aniversario. El espectador sufre desde todos los mentideros los documentales definitivos sobre el tema, las opiniones más cualificadas, los miles de reportajes que no aportan nada nuevo, las frases heroicas, las banderas ondeantes, recuerdos de víctimas, patriotas lechuguinos... para, a continuación, olvidarse de todo. Porque mañana será 12S y llegará Rubalcaba, Rajoy, los lunes negros y la crisis, que se ha convertido en un elemento más cotidiano que la mantita del sofá.
Lo que no consigue olvidar nadie es el miedo que se inoculó (entiéndase de forma ocular) hace diez años con la inyección global más efectiva que se recuerda. Lo demás, está más visto que la portada de “Yo Dona” con Nuria Roca por enésima vez.
07 septiembre, 2011
Kinshu. Tapiz de otoño
Diez años después de su divorcio, Aki Katsunuma y Arima Yasuaki, se reencuentran por casualidad en una visita al monte Zaô. Ese encuentro casual dará pie al inicio de una relación epistolar donde ambos intentan arrojar luz sobre el incidente traumático que acabó con su matrimonio y que no voy a adelantar aquí. Con la pretensión de saldar cuentas con el pasado y consigo mismos dan comienzo a ese intercambio de cartas, que se asemeja a un intento de cicatrizar unas heridas todavía abiertas. Un paso atrás, para poder, en el futuro, dar dos pasos hacia delante y poder continuar con sus vidas sin la sombra asfixiante de todos esos asuntos inconclusos que la mayoría de nosotros vamos dejando por el camino.
Ninguno de los dos protagonistas pretende recuperar nada, saben que no es posible, pero ninguno ha olvidado. Con una escritura sencilla, delicada, lúcida y, a la vez, cruel para consigo mismos, tratan de recuperar la autoestima que les permita seguir con sus vidas. En ningún momento se tratan como enemigos o entran en el ámbito de la queja inútil, no pierden el tiempo escribiendo de cosas que no pueden ser cambiadas ni utilizan el condicional "si" (si hubiera hecho esto, si hubiera ocurrido aquello otro...).
Cualquiera dotado del sentido común más elemental, sabe que el pasado de uno es el que fabrica su presente pero esta novela se pregunta de forma no directa ¿y el futuro?¿es posible cambiar el futuro o es inexorable debido a una marca imposible de borrar perteneciente a un pasado ya lejano?. Hay una gran cantidad de gente para la que el pasado sigue vivo, configurando de forma obstinada su presente. En la sucesión de cartas que se escriben Aki y Arima Yasuaki hay una exploración clarividente del pasado, del sentido de la culpa, del perdón, del poder de una persona ausente en el presente de otros, de la búsqueda de redención, del destino. Todo impregnado de una profunda tristeza que, lejos de ser depresiva, se abre paso hacia la esperanza, hacia el futuro. No toda tristeza tiene por qué ser mala.
El tono de la correspondencia está narrado con una delicadeza y una belleza conmovedora, al mismo tiempo, alejada de toda ñoñería (algo importante, al menos para mí). Es una novela sobre el proceso de fabricación de una cicatriz que, muchas veces, es de lo que se compone la vida. También es una novela de esperanza. La forma en que vivas tu presente y estés en paz con tu pasado alterará de forma significativa tu vida futura.
Ninguno de los dos protagonistas pretende recuperar nada, saben que no es posible, pero ninguno ha olvidado. Con una escritura sencilla, delicada, lúcida y, a la vez, cruel para consigo mismos, tratan de recuperar la autoestima que les permita seguir con sus vidas. En ningún momento se tratan como enemigos o entran en el ámbito de la queja inútil, no pierden el tiempo escribiendo de cosas que no pueden ser cambiadas ni utilizan el condicional "si" (si hubiera hecho esto, si hubiera ocurrido aquello otro...).
Cualquiera dotado del sentido común más elemental, sabe que el pasado de uno es el que fabrica su presente pero esta novela se pregunta de forma no directa ¿y el futuro?¿es posible cambiar el futuro o es inexorable debido a una marca imposible de borrar perteneciente a un pasado ya lejano?. Hay una gran cantidad de gente para la que el pasado sigue vivo, configurando de forma obstinada su presente. En la sucesión de cartas que se escriben Aki y Arima Yasuaki hay una exploración clarividente del pasado, del sentido de la culpa, del perdón, del poder de una persona ausente en el presente de otros, de la búsqueda de redención, del destino. Todo impregnado de una profunda tristeza que, lejos de ser depresiva, se abre paso hacia la esperanza, hacia el futuro. No toda tristeza tiene por qué ser mala.
El tono de la correspondencia está narrado con una delicadeza y una belleza conmovedora, al mismo tiempo, alejada de toda ñoñería (algo importante, al menos para mí). Es una novela sobre el proceso de fabricación de una cicatriz que, muchas veces, es de lo que se compone la vida. También es una novela de esperanza. La forma en que vivas tu presente y estés en paz con tu pasado alterará de forma significativa tu vida futura.