Esta semana ha caído en mis pezuñas un libro de fotografía titulado Instant Light, en el que se reúnen las polaroid hechas por el cineasta Andrey Tarkovsky a comienzos de los 80.
Las polaroid. Ya sabéis, esos cuadraditos de colores desteñidos, con un estilo propio y pertenecientes a una época anterior a la gran manipulación digital de hoy en día. Hace un tiempo se convirtieron en una especie extinguida, junto con sus compañeros de viaje: el revelado casero en blanco y negro, la película de Super 8 y algunos otros. Cuando todas estas cosas ya estaban condenadas a entrar en el territorio de la nostalgia (o en alguna película de Jose Luis Garci) junto con la radio de válvulas y el tocadiscos, resulta que eran cenizas de ave fénix que van y renacen. Ocurre lo de siempre, el tiempo convierte lo nuevo en viejo y lo viejo en nuevo. Cualquier trasto tirado y abandonado en un desván, vuelve montado en un boomerang con cara de haber vencido al tiempo y se ríe de ti. Se convierte en tendencia y le dices vintage.
Parece ser que está creciendo el número de aficionados a las cámaras lomográficas y a las polaroid, con clubes de fans que se dedican a propagar el asunto y todo. Incluso hacen furor (de momento) unas aplicaciones para teléfonos móviles (Instagram, Hipstamatic...) en las que disparas fotos que son una especie de imitación de la estética de la polaroid pero en cutre. No eres un artista pero lo pareces, que es de lo que se trata.
La pasión por la polaroid nació de la comodidad, de la ausencia de esperas por el revelado y demás engorros. Muchos piensan que pudo ser por esos colores tan particulares y atractivos pero eso vino después. Antiguamente, al igual que hoy en día, la mayor parte del éxito de algo reside en su comodidad, en hacerlo fácil. Aún así, creo que hay otro factor más escurridizo e importante, por el cual la polaroid sigue teniendo una curiosa vigencia: la emoción.
Cuando -no hace tanto tiempo- muchos aficionados a la fotografía, revelaban sus propias imágenes en blanco y negro en su laboratorio casero, siempre terminaban usando un término recurrente al hablar de ello, hablaban de "la magia del laboratorio". Esa magia no era más que la emoción de ver como metes un papel en blanco en una cubeta con revelador. La imagen que has fotografiado se materializa ante tus ojos y tú te quedas con cara de que has asistido a uno de los misterios de Fátima en directo. Puede que esté exagerando un poco. Pero sólo un poco.
Las polaroid conservan algo de esa magia, aunque sin laboratorio, luces rojas ni positivados. La gracia de la polaroid se encuentra en la emoción de la toma de la foto más que en el resultado final. Puedes imitar ese estilo con el Photoshop u otros programas, pero lo que no puedes imitar es la emoción que la gente siente al tomar una foto y ver como la imagen se materializa a tiempo real en la palma de su mano.
Esa instantaneidad, esa rapidez y esa emoción es la que se instala en el recuerdo y hace de la polaroid una experiencia distinta a la fotografía digital que, precisamente por su facilidad y su mecánica actual donde sacar una foto ya casi es algo rutinario, acaba cansando. Ahora se disparan las fotos como si tuvieses una metralleta Thompson en la mano. Para muchos fotógrafos es más difícil seleccionar una foto que hacerla.
Dicho esto, y si alguien ha tenido la bondad de mantenerse todavía en este blog pese a este tipo de incisos interminables que me caracterizan, me acercaré con brevedad -lo prometo- a lo que interesaba de inicio: las polaroid de Tarkovsky.
Cuentan, en el libro que he citado al principio, que en el rodaje de una de sus películas ("El espejo"), el señor Tarkovsky iba con un libro debajo del brazo que contenía unas cuantas fotos de su infancia. Al parecer, usaba esa especie de diario de memorias para hacer una recreación exacta de su infancia en algunos de los planos de esa película. Luego para él las fotografías son recuerdos, ventanas al pasado.
Tiene sentido que le gustase ese tipo de formato instantáneo. La forma en que se materializa una polaroid ante tus ojos tiene algo que ver con el proceso mental de una persona al intentar evocar un recuerdo lejano que se va dibujando poco a poco. De alguna manera hay algo asociativo y misterioso en ello.
La luz de las fotografías que aparecen en el libro es prodigiosa. Los colores y los tonos apagados parecen sacados de algunos cuadros de Hopper. Son fotos que poseen una quietud de monasterio, de tiempo detenido, de misterio, de perfiles borrosos, de casas apenas divisadas entre la niebla.
La verdad es que Tarkovsky consigue atrapar la melancolía de las cosas que se están viendo por última vez.
A continuación, dejo un enlace a una página donde se pueden ver todas las fotografías del libro.
Enlace con más fotos --->
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