Akira Kurosawa dedica un episodio de su autobiografía a expresar su nostalgia por los sonidos que oía de niño, cuando no existían los ruidos eléctricos. La trompetilla del vendedor de tofu, el tamborileo del hombre que reparaba los zuecos, el rechinar de los radios de las bicicletas, todos sonidos naturales, tan distintos del televisor, el camión de la basura o el teléfono que invaden el oído actual. El recuerdo de esos sonidos, algunos perdidos para siempre, quizá explique por qué en las obras de Kurosawa el audio posee una riqueza asombrosa. Imposible explicar cómo sus películas crecen a partir de campanillas que tintinean con la brisa, o del gotear de una canaleta después de una lluvia torrencial, mientras el mundo se pone en marcha de nuevo. Hay que oírlo. Kurosawa es un cineasta épico, dramático, operístico, pero también es el cineasta de los técnicos de sonido y de los meteorólogos. Cuando ordena que llueva no sabes si el salón de tu casa corre peligro. Si nieva en las calles de sus decorados uno espera que, de repente, aparezca Dickens aplaudiendo la maniobra.
«Debo, en gran medida, mi fe en la humanidad a las películas de Kurosawa», decía Gabriel García Márquez cuando entrevistó al director japonés en 1991. Tenía en ‘Barbarroja’ una de sus películas preferidas de la historia del cine. La idea de que la bondad origina bondad, algo que suena cursi, hasta ridículo, deviene en tratado humanista cuando Kurosawa (como Chaplin o Ford) retrata temas como la generosidad, el sacrificio o la redención.
Un joven médico de familia acomodada es destinado como interno a un hospital de desfavorecidos y se asusta ante la pobreza que encuentra. Esperaba un puesto en la Corte Imperial y hace todo lo posible para que el director del hospital, un tipo testarudo y soberbio apodado ‘Barbarroja’ (Toshiro Mifune), lo despida. Poco a poco, empieza a comprender que su jefe, más allá de su rudeza y su escaso apego por el diálogo, es un hombre de profunda sabiduría. El asunto principal es la metamorfosis del médico novato, pero la película no consigue sustraerse al magnetismo de Mifune, cuya presencia es notable incluso cuando no está ante la cámara. Las pausas dramáticas de Mifune duran segundos, a veces, toda una vida: comparte silencios con la callada intensidad de Juan Rulfo. El silencio. Otro sonido de Kurosawa.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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