Cada vez que alguien se siente abrumado por una duda siempre le aseguro que es mucho peor tener certezas que indecisiones. Uno comienza estando seguro de todo y enseguida se descubre dando discursos, como un político, un taxista, o un experto en nada. Los indecisos, apadrinados por el monólogo de Hamlet – esa obra cumbre del titubeo de la que Lubitsch ya extrajo su más alta expresión: la risa – suelen buscar a una persona que les aporte una solución llena de interrogantes. Para poder desecharla a gusto, se entiende. Por eso a menudo recomiendo la escena más lúcida y concisa, en lo que a toma de decisiones se refiere, de la historia del cine. Un momento tan leve como definitivo que contiene incluso la definición de aventura.
Sucede al inicio de ‘Yojimbo’, cuando un samurai errante llega a una encrucijada, lanza una rama al aire y escoge el camino que ésta le señala al caer al suelo. Todo un alegato a favor de la incertidumbre. El mercenario interpretado por Toshiro Mifune, siguiendo su resolutivo método de arbitraje, llega a la calle central de un pueblo azotado por el viento y el polvo. Los caballos y los revólveres son sustituidos aquí por kimonos y espadas, pero no hay duda: estamos en un western. A continuación vemos un plano, casi surrealista, que atornillaría a la butaca tanto a Buñuel como a Peckinpah: un perro se acerca al protagonista con una mano humana en la boca y pasa de largo. Solo van cinco minutos de metraje pero ¿quién podría dejar de ver esta película?
Si Ulises vagaba por el mundo obedeciendo los designios de Homero y su caprichoso itinerario, Akira Kurosawa dirige de igual modo el rumbo de Mifune, señor feudal de su filmografía, y lo sitúa en un lugar dominado por dos sátrapas enfrentados por el control de una aldea. La astucia de perro callejero con que siembra la disensión entre las dos bandas hasta que se destruyen entre sí y el pueblo queda cubierto por una alfombra de cadáveres, nos remite a ‘Cosecha Roja’ de Hammett, que Kurosawa adapta sin disimulo y convierte en una comedia negra repleta de traiciones, bufonadas, cizañeos y odios shakespearianos. El tempo narrativo, la belleza plástica de los encuadres, y esa escena final en la que un samurai vagabundo se enfrenta a todo el pueblo con una liturgia que transforma el duelo final en una danza, retratan a Kurosawa no solo como un gran cineasta o un buen narrador, sino como un artista que ejerció siempre de escalón alto.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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