24 febrero, 2015

Operación Cicerón

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 ‘Operación Cicerón’ transcurre en Ankara durante la Segunda Guerra Mundial. Al ser una ciudad neutral, británicos y alemanes, aunque enemigos, comparten recepciones diplomáticas y se vigilan mutuamente. James Mason y su cómplice, la condesa Anna Staviska (Danielle Darrieux), una aristócrata polaca exiliada, comienzan a vender secretos a los nazis. Mason posee el toque inquietante de esos tipos que dan la mano blanda. Su mirada de alcayata, que aun si se muestra amistosa parece estar pasando una factura a cobro, y su sonrisa de caimán, suave y retorcida, le han hecho acreedor de una filmografía repleta de villanos refinados e inolvidables. La ambigüedad moral y el fino sentido del humor del protagonista convierten la película en una obra maestra del cinismo: «Por favor, no haga que me sigan, ustedes no valen para ello: siempre intentan adelantar a las personas que siguen», le espeta a unos alemanes empeñados en abrir y cerrar con llave todas las puertas como si al otro lado se estuviese desarrollando una escena de Lubitsch: no se fían de un agente sin amo. No comprenden que sus dos nuevos informadores van por libre y entienden el contraespionaje como una forma de chismorreo y confiesan abiertamente su devoción por lo tangible: el dinero. Ambos son supervivientes sin cegueras ideológicas y con una gran afición a las conversaciones deliciosas y las traiciones tempranas.

 Joseph L. Mankiewicz imita la firma de Hitchcock y dirige una intriga de espías ingeniosa y divertida, donde la pompa inglesa y el virtuosismo prusiano a la hora de entrechocar los tacones quedan ridiculizados por la golfería de un traidor que convierte en minucia cualquier atisbo de patriotismo. El estilo elegante y su manera de acunar las secuencias con movimientos de cámara retratan a Mankiewicz como un hábil planificador de escenas y no solo como un cineasta de la palabra, etiqueta que siempre lo persiguió por ser uno de los tres grandes – con Preston Sturges y Billy Wilder – que llegó a la dirección a través de la escritura. Las frases de sus películas son tan brillantes que no cuesta imaginar a Wilder y a Mankiewicz repartiéndose el vitriolo a medias a la hora de afilar diálogos. No se me ocurre una manera más propicia de fomentar el gusto por viajar que ese parlamento de la condesa cuando le preguntan cómo vino a parar a Turquía y ella responde: «Llovían las bombas y yo estaba debajo».


                                                                              (Publicado en La Voz de Galicia)

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