Poco después de nacer, Anna fue entregada a un convento católico durante la ocupación nazi. Ahora, a punto de tomar los votos, es invitada por la superiora a visitar a su único pariente vivo y, aunque brevemente, medir la temperatura de la vida antes de renunciar al mundo exterior. Esta prueba de fe se convierte en búsqueda cuando conoce a su tía Wanda y ésta le revela que es judía: su nombre verdadero es Ida Lebenstein. La voluntad de la joven novicia por descubrir cómo murieron sus padres y dónde están origina un viaje por una desangelada Polonia en el que las dos protagonistas van rastreando pistas hasta encontrar a esos nadie que después de la guerra terminan bautizados como ‘desaparecidos’.
El hábil manejo de la sugerencia y la estructura elíptica de la película recuerdan a ese principio del iceberg tan cacareado por Hemingway cuando hablaba de la arquitectura narrativa de sus cuentos. Por cada pedazo que muestra, siete octavos del bloque de hielo están debajo del agua. Es ahí donde se multiplica la tensión de la superficie: al imaginar lo subyacente. El pulso dramático de ‘Ida’ reside en lo que no se ve. Su témpano subterráneo, oculto y a la vez presente, habla de la memoria, de las víctimas, de los escarceos entre el olvido y la impunidad, de bosques que esconden cosas terribles en el subsuelo y, ante todo, de desenterrar el pasado.
Sin tremendismos ni aspavientos, Pawel Pawlikowski construye con sencillez un relato tan escueto y elocuente como un monosílabo. La pulcritud extrema de sus fotogramas, rodados en 4:3 como si necesitase verticalidad y aire en los encuadres para favorecer la presencia de cielos o techos con los que aplastar a los personajes, y el severo blanco y negro, de una belleza implacable, convierte la película en un fogonazo estético por el que circulan los rostros de Bergman o las paredes dibujadas con la luz que entra a través de una ventana, sin líneas marcadas ni jugueteo expresionista, sino con esos bordes difuminados, casi abstractos, tan del gusto del director de fotografía de los últimos trabajos de Dreyer. Este iluminador, Henning Bendtsen, aseguraba que Dreyer hacía hincapié en dos cosas: cuidar el retrato de los actores y crear una luz que aportara calma al ambiente de las escenas. Dos pautas que riman con la sensación de reposo absoluto que desprenden las imágenes de ‘Ida’.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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