En la comedia de hoy se pronuncia la siguiente frase visionaria: «Oliver Stone es mucho peor que el envenenamiento por radium». Solo por esta afirmación (que roza la profecía) ya merece la pena su visionado. Los protagonistas de esta película son gente de muchas palabras pero todas cortas. La reina de Nueva York. William Wellman. 1937.
Un mediocre reportero de un diario sensacionalista es degradado a la sección de obituarios. Con su olfato siempre de guardia, encuentra una reseña sobre Hazel Flagg, una chica que ha sufrido un envenenamiento por radio en un pueblucho de Vermont, y cree haber encontrado la llave para huir de su destierro: sacar partido de su muerte inminente exagerando el melodrama. Viaja en busca de la chica hasta un pueblo repleto de chalados que solo contestan con monosílabos y abren las ventanas cuando entra un periodista en la habitación. Por el olor. La muchacha envenenada no lo está, pero se calla. Vuelve con el reportero y, engañando a todos, se convierte en la celebridad mediática de Nueva York. Mientras los titulares multiplican su tamaño y la mentira adquiere la categoría de arma de destrucción masiva, Hazel Flagg no sabe cómo escapar del último acto de la función: su muerte.
El director de esta historia es William Wellman, un hombre al que a menudo felicitaban por las películas de otros. Confundían su nombre con los de William Wyler o Billy Wilder, y él, poniendo la cara del verdugo que toma unas copas con la familia del ejecutado, tenía que reconocer que no había hecho "El Apartamento" o "Vacaciones en Roma". Wellman no era famoso, no coleccionaba oscars, solo hacía películas estupendas. Era como una navaja multiuso, un tipo capaz de hacer de todo, y todo bien. Se movía con agilidad y cintura en todos los géneros.
La reina de Nueva York, historia de fraudes, timos y farsantes, es una de esas comedias que dan ganas de vivir, una "screwball comedy" con el color de una polaroid desgastada por el tiempo. Carole Lombard y su desparpajo innato capitanean esta reunión de embaucadores, y no se puede afirmar con exactitud que esté sobreactuada, pues ese es su estado habitual. Ben Hetch, antiguo columnista y aficionado al diálogo corrosivo, escribe un guión lleno de puyas que despelleja sin piedad a médicos, bomberos o periodistas por medio de la risa. A través de las películas que ha firmado, las que ha escrito en la sombra y las que se le atribuyen, podría hacerse un recorrido por el cine clásico.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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