Quizá algún día, en un ascensor, en la cola del pan, o en el Parlamento Europeo, alguien le pregunte qué es el capitalismo. Puede ocurrir. Si se ve en semejante aprieto, no lo dude, recomiende el visionado de 'Uno, dos, tres'. De propina, Billy Wilder le explicará en qué consiste la globalización, los negocios de altura y el consumo irracional, al tiempo que recetará otro de sus precisos diagnósticos sobre la condición humana. En la época de su estreno, durante la guerra fría, 'Uno, dos, tres' fue calificada de película anticomunista. No es cierto. Es anticomunista, anticapitalista, antiamericana, antialemana, antirrusa, en realidad es una película anti-todo. Aquí no hay piedad para viejos, niños, matrimonios, oficinistas o exnazis. Nadie se libra. Hasta se blasfema contra Frank Sinatra.
C. R. MacNamara (James Cagney) dirige la sucursal de la Coca-Cola en el Berlín occidental con el ímpetu de una ópera de Wagner. De hecho, a su exuberante secretaria fräulein Ingeborg, con la que aprovecha para perfeccionar la diéresis prusiana, se la podría definir como una valquiria sin cabalgata: su escena del baile encima de la mesa del hotel Potemkin, en la que un miembro del servicio secreto ruso sacude un zapato mientras el retrato de Kruschev se menea, cae, y descubre detrás la imagen de Stalin, ya forma parte de las antologías. Muy a su pesar, MacNamara debe hacerse cargo de la hija del director general de la Coca-Cola en Atlanta, de visita en Berlín. La chica se enamora de un comunista, que aprieta con gran cantidad de signos de admiración expresiones como «proletariado» o «decadencia burguesa», mientras deja a la heredera embarazada y a MacNamara con un problema: tiene tres horas (antes de que llegue su jefe) para convertir al joven bolchevique en un capitalista convencido si no quiere perder sus posibilidades de ascenso.
Siempre se afirma que 'Uno, dos, tres' no es la mejor película de Wilder. No importa: la mejor película de Wilder son una docena. Esta sátira, concebida por un pistolero (o dos, no hay que olvidar a Diamond), posee los diálogos más rápidos de la historia del cine y un ritmo frenético que roba la respiración al espectador, convertido en un ente atrapado y zarandeado, incapaz de apartar la mirada de la mecha de este cartucho de dinamita elaborado con réplicas de motosierra, situaciones disparatadas y afirmaciones patrióticas fascinantes como la de la mujer del protagonista, que desea volver a su país y dispara: «Nuestro hijo ya tiene diez años y todavía no ha visto un rascacielos».
(Publicado en La Voz de Galicia)
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