Era 1946. Robert Capa e Ingrid Bergman frecuentan los cines de arte y ensayo de Manhattan. Son amantes. También compañeros. Un día el fotógrafo le recomienda una película. Ella compra la entrada y un par de horas después, la actriz del momento, aquella por la que cualquier director de Hollywood sustituiría su ojo por un parche con tal de trabajar a su lado, sale impactada del cine. Proyectaban 'Roma, città aperta' de Roberto Rossellini. Dos años más tarde, otra vez en Nueva York, entra en una sala amueblada con cinco o seis espectadores para ver 'Paisà' y, de nuevo cautivada, sus dudas se disipan: es el cine que desea hacer. El 30 de abril de 1948, Ingrid Bergman escribe una carta: «Querido Mr. Rossellini, he visto sus películas 'Roma, ciudad abierta' y 'Paisà' y me han gustado mucho. Si necesita una actriz sueca que habla muy bien inglés, que no ha olvidado su alemán, a la que no se entiende mucho en francés y que en italiano solo sabe decir "ti amo", estoy dispuesta a ir y hacer una película con usted». Estas pocas líneas prosperan y dan lugar al mayor acontecimiento sentimental de su época. Abandona Hollywood dejando atrás familia y reputación y se traslada a Roma. Se convierte en independiente antes de que ese concepto exista. El cine -ya no digamos el mundo- no estaba preparado para alguien como Ingrid Bergman. Rossellini y ella se enamoran, mientras los medios de comunicación y los depositarios de la decencia de los demás los someten a un acoso multitudinario. A punto estuvieron de negarles la entrada en aquella América de los 50 que bebía macarthismo y temía cualquier riesgo de pandemia amorosa.
'Stromboli' fue su primera película juntos. Una mujer culta y refinada acepta casarse con un pescador para poder escapar de un campo de refugiados y se traslada a una pequeña isla del Mediterráneo a punto de ser devorada por la lava de un volcán. La protagonista encuentra un pueblo que no la acepta y un marido que no la entiende. Cambia una condena por otra. En realidad, Bergman y Rossellini aprovechan la historia para contar su situación personal y alumbran una película de una belleza inhóspita, que retrata de manera asombrosa el recorrido personal de una mujer a la intemperie. Para algunos, 'Stromboli' es la crónica de un cautiverio, para otros se asemeja a una plegaria religiosa. A mí me gusta verla como un documental acerca de un rostro en el que la luz siempre encuentra acomodo. Entre la luz y el rostro de Ingrid Bergman no hay intermediarios, ni siquiera el maquillaje.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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