Robert Wise fue montador antes que director. No es de extrañar por tanto que 'The Set-Up' sea un compendio de concisión, aspereza, economía de medios y ritmo imparable. Setenta y dos minutos de brío narrativo que escarban el mundo del boxeo y sus callejones sin salida como ninguna otra película que haya visto. En la actualidad el boxeo se entiende como una farsa donde el amaño no solo afecta a la pelea sino que abarca cualquier alrededor rentable. Así, todo el mundo se presta al engaño, que incluye el entusiasmo inicial («el combate del siglo») y la decepción final por la habitual baja intensidad del espectáculo. Basta con desquiciar las expectativas a todo el asunto (publicidad, negocios fronterizos, dinero de las televisiones, estadísticas) para convertir el show en lo pretendido: un prodigio económico. En 'The Set-Up', cuya traducción exacta sería 'El tongo', no hay grandes bolsas, como mucho, cubos en la esquina del ring. La película explora los prolegómenos, el vestuario, el público de la grada y, finalmente, la pelea, con la saña de un golpe bajo.
Un veterano boxeador (Robert Ryan) ignora que su mánager ha vendido el combate a un mafioso local y entra en el vestuario con la ingenuidad del que siempre cree estar a un golpe de la gloria, solo que para él la lona queda más cerca. Comparte este cuchitril con otros cinco boxeadores que aguardan ser llamados para pelear. Las secuencias que tienen lugar en este galpón, cuya puerta está rubricada con los nombres de los seis púgiles escritos con tiza, son asombrosas. Aquí no hay grandes campeones, solo tipos sonados que una vez tuvieron una pelea que aún dura, jóvenes promesas, despojos de otros tiempos que ahora habitan la cuneta, luchadores cobardes cansados de arrastrar la oreja por el suelo del cuadrilátero pero sabedores de que el mejor remedio para el espanto es la pobreza, y Robert Ryan, con la tristeza del animal de circo en los ojos. La muchedumbre que acude a estas veladas de polideportivo de barrio está retratada con un tono cercano al cine de terror. El ciego a quien van contándole los pormenores del combate -uno de esos ciegos crueles que tanto le gustaba introducir en sus películas a Buñuel- es un hallazgo formidable. Y luego está la pelea, claro, en la que Robert Ryan se agarra a su dignidad con desesperación y aliento poético mientras de contrabando, por las grietas de la película, el relato respira cine negro.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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