Haber nacido sin maldad, como la protagonista de 'Las noches de Cabiria', no es más que otra forma de estar impedido. Cabiria ejerce de prostituta en el barrio más pobre de Roma y ha venido al mundo sin armas para la vida. No posee máscaras ni dobleces que la protejan del maltrato de los hombres que se aprovechan de ella. A veces se enfada y grita, pero es el aspaviento del ingenuo: todos olfatean su candidez a kilómetros de distancia. Tal es su deseo de agradar que, como ocurre a menudo con este tipo de personas, solo recibe el cariño de la mascota. Y no alcanza.
Ennio Flaiano y Tullio Pinelli arman un guion soberbio en el que van enterrando tesoros que describen con imágenes (no precisan de la palabra) a un personaje inolvidable. Son Azconas. Cuando Cabiria se percata, al inicio de la película, de que ha estado a punto de morir y necesita sentir algo vivo, en su desesperación se abraza a una gallina. Hay tal inocencia en todos sus gestos que el espectador no puede evitar sentirse turbado al ver cómo, secuencia tras secuencia, el argumento va dando navajazos a la pureza.
'Las noches de Cabiria' ya contiene el abecedario de Fellini: su afición al esperpento, la noche de Roma como un espectáculo de circo, el retrato de las clases pudientes como zombies vacíos, el teatro, la religión o los cómicos ambulantes. Prefiero al primer Fellini, antes de que su ego tuviese el tamaño de sus decorados, cuando su cine estaba lleno de oprimidos, parásitos, inútiles, delincuentes, humillados, y era capaz de generar una alegría desbordante al mostrar a una pequeña prostituta agarrada a sus ilusiones, corriendo por un descampado de la periferia. 'Las noches de Cabiria' y 'La strada' me maravillan. Ambas están protagonizadas por la misma actriz: Giulietta Masina. Cada vez que aparece un primer plano de Cabiria, su rostro anuncia que posee en exclusiva el patrimonio de la tristeza. Su interpretación es un movimiento sísmico de baja intensidad y larga duración, sobre todo en el recuerdo. No solo impide que la película caiga por el barranco de lo melodramático, sino que pone la pantalla a hervir con la humanidad que transmite su personaje, su soledad y su ansia por cambiar de vida. «Nunca he dormido bajo un puente. Vivo en una casa con luz, agua y otras comodidades... tengo hasta termómetro». Su ternura, su capacidad para conmover y, sobre todo, su mirada, recuerdan a uno de esos dioses de la antigüedad: Charles Chaplin.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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