26 mayo, 2015

En tierra de nadie

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 Durante la guerra de los Balcanes, una patrulla de milicianos bosnios viaja de madrugada y la niebla densa, como de noche estraperlista, les impide orientarse. Deciden dormir al raso y esperar al amanecer. Con la primera luz del día descubren que están delante de las líneas serbias y son aniquilados mientras corren prado abajo hasta una trinchera en medio de ninguna parte. Solo uno sobrevive. Los serbios envían a un par de soldados a ultimar el asunto y comprobar si hay supervivientes. Cuando termina la refriega, sobreviven en la trinchera un soldado serbio, uno bosnio, y un tipo tumbado de espaldas encima de una mina a punto de explotar que ejerce de árbitro inmóvil. Ya está montado el teatro del absurdo. El combate en miniatura que se produce a continuación imita el tono de aquellas historias de cañones sin agujero que contaba Gila: «Si está el enemigo, que se ponga». Cada vez que uno de los protagonistas se hace con el poder en la trinchera (la situación fluctúa como un intermitente) le grita al otro: «¿Quién empezó la guerra?». «¡Vosotros!», responde siempre el interpelado. Se comportan con la inercia de dos tertulianos. Ese «y tú más» eterno contiene el sopor cotidiano de cualquier declaración política.

 ‘En tierra de nadie’ posee el cinismo de aquellos cirujanos de ‘MASH’ que regateaban al desencanto con humor negro y esperpento. El asunto de la trinchera deriva en acontecimiento mediático y todos los reporteros corren con la misma prisa con que acudían a aquel agujero de un pozo donde había una persona atrapada en ‘El gran carnaval’, aquel retrato envenenado acerca de los medios de comunicación que Billy Wilder dirigió a puñaladas. Manipulaciones informativas, chantajes, e invitaciones a la prudencia donde negociación deviene en palabra decorativa, son elementos que la película tensa como una pandereta para convertir el relato en una alegoría de los casos sin solución. Sea la desactivación de la mina en particular o la guerra en general. Después de ver la inoperancia absoluta de los cascos azules, con su retórica de «tropas de paz» y «guerras preventivas», que abrazan el eufemismo como figura literaria de cabecera, me gusta pensar que han convertido en realidad las patrañas del general Ripper de ‘Teléfono Rojo’, con su puro y su tratamiento serio del disparate, que, tras provocar una guerra nuclear, decía: «La paz es nuestra profesión».


                                                                                  (Publicado en La Voz de Galicia)

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