‘El sol siempre brilla en Kentucky’ es una película de pipa, porche y mecedora, es decir, está escrita con el alfabeto de Jonh Ford. En un pequeño pueblo del condado de Fairfield, otro de esos paraísos desaparecidos fordianos como Innisfree o la Irlanda de ‘La salida de la luna’, con la melancolía del viejo sur y la nostalgia de esos personajes sobre los que el tiempo ya ha hecho su trabajo, el juez Priest aplica su justicia excéntrica, quizá ideal, en la que todavía hay sitio para el revuelo y el divertimento.
Cuando el tribunal debe mediar entre un joven trovador y su tío, el músico toca ‘Dixieland’ y, al escuchar la melodía, acude la mitad del pueblo y se improvisa una verbena asombrosa en la sala de juicios mientras el relato, de contrabando, nos presenta al séquito del protagonista: el médico, el sheriff, el sastre y, más tarde, dos cazadores con gorro de cola de mapache y sonrisa de Walter Brennan. Ambos circulan por la película sujetando una garrafa de whisky para cualquier tipo de por si acaso y anticipan a Ditto, aquel personaje de ‘El último hurra’, el más menguado y gracioso del reparto, con su sombrero apretado contra el pecho y ojos de no entender nada pero fiel como un perro labrador, al que Spencer Tracy, despidiéndose de todos sus amigos en su lecho de muerte, le pide que se acerque para decirle: «¿Cómo agradeces a un hombre por un millón de sonrisas?». A lo que Ditto responde: «¿A quién, jefe?». El cine de Ford está repleto de personajes que arrojan sentencias y sustraen la cartera del espectador para dejar en su lugar algo de humanidad.
Las posibilidades de Billy Priest para ser reelegido juez se echan a perder cuando impide el linchamiento de un negro con el ímpetu de aquel coronel de ‘Huckleberry Finn’ que abochornaba a una muchedumbre desde su tejado, pero sobre todo cuando encabeza la comitiva fúnebre de una prostituta, ante el silencio aplastante y el estupor puritano de sus electores. Más tarde, en el porche de su casa, ve pasar las celebraciones de la jornada electoral. El juez se da la vuelta, entra en casa, abre una puerta y enciende la luz. El dintel de la puerta queda oscuro, silueteado, él se pierde en el interior ¿Les suena? Claro que les suena. Un par de años más tarde, un centauro del desierto llegará al quicio de una puerta parecida para acabar disolviéndose en la historia del cine.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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