07 abril, 2015

La linterna roja

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 A principios de los noventa, cuando la era del soporte fotoquímico comienza a vislumbrar su finiquito y las imágenes generadas por ordenador preparan la colonización, Zhang Yimou rueda ‘La linterna roja’ con el rigor y la exigencia de una manera antigua de entender el cine: capturar la realidad de lo que se coloca delante de la cámara sin parafernalia ni artificio. Aquí no caben hobbits, magos con gafas o avatares digitales.

 La película abre con un primer plano del rostro de Gong Li. Su padre ha muerto y decide aceptar la oferta de ser la cuarta concubina de un rico señor feudal. Muy pronto, el castillo que comparte con las otras tres esposas, cada una de las cuales vive en una casa independiente, se revela como un territorio hostil. La competición por ser la favorita y obtener así mayor influencia y privilegios convierte su nuevo hogar en un escenario de intrigas palaciegas y relaciones de poder donde el arte del disimulo y la fina traición doméstica están a la altura de ‘El padrino’. Al caer la tarde, el señor siempre elige con cual va a pasar la noche, ritual escenificado por una lámpara china de color rojo que se deposita delante de la puerta de la elegida. «Pronto te acostumbrarás», le dicen los criados a la nueva esposa con certeza darwiniana o, quizá, en realidad, anunciando una condena. Esta lucha por la supervivencia tiene como localización única el palacio, la cámara no sale nunca de ese recinto cerrado. Las cuatro mujeres se asemejan a un pez que da vueltas y vueltas en una pecera sin hallar la salida y conformándose con vivir de las migajas: son objetos a disposición del dragón.

 ‘La linterna roja’ es un estudio sobre la sumisión, la envidia y la desesperación por esquivar la soledad. El recorrido de la protagonista está contado en tres estaciones que delimitan el paso del tiempo. Gong Li llega en verano, alegre, con un espléndido kimono blanco que la amargura del otoño torna en negro y el invierno transforma en rojo. Un kimono que adjetiva el estado de ánimo y que rima con la arquitectura visual de la película. Los colores, la luz, la simetría rotunda de los encuadres y la forma en que se divisan unas estancias desde otras, como si la cámara se situase en uno de esos puntos de fuga que Vermeer elegía cuidadosamente en sus pinturas de interior, fabrican un traje con fotogramas de alta costura para una historia en la que Zhang Yimou logra el equilibrio más difícil: un preciosismo extremo que sostiene la película en lugar de devorar su sencillez.


                                                                                               (Publicado en La Voz de Galicia)    

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