Poco después de su estreno, muchos expertos despacharon ‘Los Duelistas’ como una película preciosista sin más. Ridley Scott y el director de fotografía Frank Tidy fabrican un envoltorio pictórico tan reluciente que se podría impartir una clase de historia del arte extrayendo unos cuantos fotogramas. Desde sus púlpitos influyentes, los tasadores sentenciaron con ojos de urraca: brilla demasiado. Detrás de la luz que entra a través de las ventanas parece estar Vermeer colocando focos, dándole tiempo a Velázquez a ubicar meticulosamente a los actores dentro del encuadre. El aparejo de la película combina los paisajes del romanticismo alemán con los fondos tenebristas de Caravaggio y las velas de Georges de La Tour, velas, por cierto, mucho más bellas estéticamente que aquellas tan cacareadas de ‘Barry Lyndon’ que, a fuerza de ser reales, me resultan falsas. Así ocurre a veces en el cine: lo verdadero resulta poco verosímil mientras que el truco, lo falseado, adquiere un poso de realidad difícil de explicar. Al fin y al cabo, eso es el cine: mentir bien la verdad.
‘Los Duelistas’ está basada en un relato corto de Joseph Conrad. Dos soldados del ejército de Napoleón tienen una escaramuza por un detalle sin importancia. Ese duelo queda inconcluso y a lo largo de los doce años siguientes, en distintas campañas y ciudades de Europa, reanudan su pelea. Por diversas circunstancias nunca terminan de matarse pero invariablemente, cada vez que se encuentran, retoman su lucha personal. El origen de la disputa se borra con el paso de los años, ni siquiera importa. Llega un momento en que la leyenda de su enfrentamiento es tan célebre que no son dueños de sí mismos: se deben a su reputación y a las expectativas de los demás. El paso del tiempo se convierte así en protagonista de un guión que va avanzando gracias a los pequeños movimientos sísmicos de cada combate, todos con un estilo narrativo diferente y con su propio inicio, nudo y desenlace. Esa estructura pausa-duelo, pausa-duelo, va dosificando un ‘crescendo’ que transforma el desafío en una obsesión de resonancias míticas. Ridley Scott, además de cuadros, pinta el rastro poderoso de Conrad, con su soledad y sus callejones sin salida.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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