Si uno tuviese que definir sus puntos cardinales cinematográficos, estos serían los míos: Al norte estaría Hitchcock, la técnica. Limitaría por el este con Billy Wilder, la inteligencia, la agudeza, el ojo. En el sur colocaría a Howard Hawks, el oficio, la aventura. El oeste tiene un inquilino permanente, John Ford, el corazón, el sentimiento, el tipo de los espacios abiertos que retrata gente que mira al horizonte. Hoy viene de visita. Un tren llega a una estación y comienza El hombre tranquilo. John Ford. 1952.
Hay una vieja anécdota acerca de una señora irlandesa que había emigrado a los EE.UU. y una y otra vez, en su barrio, iba a ver "El hombre tranquilo". Le preguntaron el porqué de la insistencia, si no se cansaba de ver lo mismo un montón de veces, y la señora, extrañada, respondió: <<Pero hombre, ¿como se va a cansar una de ver gente conocida?>>. Además de un elogio, esta frase es un resumen preciso del filme: un canto sobre la buena gente y la prueba irrefutable de que si alguien quiere convertir en universal un relato debe contar cosas de su pueblo.
La película narra la historia de amor entre Sean Thornton, de regreso al hogar en el que nació, y Mary Kate Danaher, pelirroja belicosa residente en Innisfree, una pequeña región de costumbres pintorescas y extraños rituales de cortejo. A ser novios aprenden gracias al oficio de Micheleen Flynn, un casamentero beodo al que uno podría confiarle su vida, pero jamás su cartera. Este casamentero está interpretado por Barry Fitzgerald, siempre con la boca seca y listo para robarle la película al resto del reparto. Su actuación es simplemente apabullante. Cuentan que durante el rodaje por fin llegó el tendido eléctrico al pueblo de Cork, sitio de hospedaje de una gran parte del equipo técnico. Enseguida se montó una fiesta en la plaza. Cuando supieron que había que pagar el suministro de la corriente, los habitantes dijeron: “Llévensela. No nos hace falta”. Ese es el espíritu que habita esta película y su vehículo es la garganta de Barry Fitzgerald.
John Ford dirige esta fábula dotada de un mecanismo que genera alegría de forma imparable. Una de esas películas que, para nuestra desgracia, en escasas ocasiones produce el cine. Con una cámara que escarba como una raíz, Ford captura la tradición oral, el poso y el misterio de un país antiguo: Irlanda. Inventa un pueblo parado en el tiempo, en el que los trenes nunca son puntuales y el objeto más preciado puede ser una caña de pescar. Un territorio con truchas legendarias, párrocos que ayudan a la competencia, caballos que se detienen solos en la entrada de la taberna y en el que las trifulcas a puñetazos son siempre más importantes que el hecho de ganarlas. Un lugar en el que uno querría vivir, apartado de las urgencias del mundo y con su propio sentido íntimo de la vida. Aquí se producen besos con viento huracanado y siempre llueve cuando la situación lo requiere. Un pesimista diría que Innisfree es demasiado optimista. Un optimista cogería el primer vuelo a Irlanda. Un realista nunca podría encontrar este lugar.
Hay películas que se disfrutan más a una cierta edad, en un momento determinado del año, o dependiendo del estado de ánimo que a uno le alumbre. "El hombre tranquilo" no es de esas películas. El mejor momento para verla es siempre.
Le voy a mandar una brújula. El Norte solo puede pertenecer a John Ford. Otra cosa es que haga usted una rosa de los vientos. En ese caso, sobre los prados del Sureste crecerían cerezos en flor.
ResponderEliminarBoo, el fiel de Kurosawa
Señor Boo Radley, es usted un purista del magnetismo terráqueo. Los cuatro puntos cardinales solo eran una forma de medición sentimental y pazguata.
ResponderEliminarSi hubiese que rotular una rosa de los vientos, pongamos por caso, de ocho puntas… mis cuatro elegidos a sumarse a los ya citados serían (al menos hoy) Robert Aldrich, Ernst Lubitsch, Akira Kurosawa y Woody Allen.