Cuando los hermanos Coen leyeron ‘No es país para viejos’ debieron de pensar: este partido ya lo hemos visto. Con carreteras que fugan hacia ninguna parte y poblada por tipos que hablan despacio, aunque sus palabras salen ardiendo, la novela de Cormac McCarthy es un ‘Fargo’ fronterizo que cambia el color blanco por la aridez del desierto mexicano y el forro polar por las botas camperas. Aquel asesino con la empatía de una motosierra que convertía ‘Fargo’ en una notaría de difuntos tiene aquí su equivalente en el personaje de Anton Chigurh, una caricatura extravagante y caprichosa de la propia muerte que los Coen utilizan como vehículo para su particular humor negro. Cada vez que alguien le suplica – «No tienes por qué hacerlo» –, él apela a su gusto por el imperativo categórico: «Todos me decís lo mismo». Y en su sentencia nunca hay prórrogas. Al pasar con el coche por un puente y ver una paloma posada en la barandilla, también la mata. Chigurh posee la inercia de una maldición bíblica, asesina con y sin motivo aparente, a veces lanzando una moneda al aire.
Llewelyn Moss caza antílopes en el desierto y se topa con el escenario de una reyerta entre narcos en la que no han sobrevivido ni los perros. Debajo de un árbol yace un cadáver con un maletín lleno de dinero y, naturalmente, el brazo codicioso de Moss cede al magnetismo sin percatarse de que ha modificado su estatus: ahora el cazador es una presa de Anton Chigurh. La persecución que se desarrolla a continuación entre el pobre desgraciado y esa criatura con la serena complacencia de los seres omniscientes adquiere el vestuario apocalíptico de las novelas de McCarthy, mientras el sheriff de la región asiste atónito al recuento de cadáveres. Tommy Lee Jones, con su cara de papel arrugado, tan parecido a Samuel Beckett, ocupa el lugar de aquella policía pueblerina embarazada de Minnesotta y, como ella, tampoco comprende el horror de estos nuevos tiempos dislocados y salvajes donde el mal se ha convertido en algo gratuito y abstracto, casi una cuestión de azar. Todavía recuerda cuando sus antiguos jefes ni siquiera necesitaban llevar armas. Su manera de masticar el pasado y escupir desencanto convierte ‘No es país para viejos’ en una reflexión lúcida y minimalista acerca de lo que ocurre cuando el presente ya te viene grande, es decir, sobre envejecer. Un viejo compañero se lo explica de forma espléndida: «Las cosas no esperan a nadie, eso es vanidad».
(Publicado en La Voz de Galicia)
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