18 marzo, 2015

La noche de los gigantes

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 Un explorador del ejército retirado (Gregory Peck) que viaja hacia su nuevo rancho toma bajo su protección a una mujer blanca secuestrada tiempo atrás por una tribu india. Ignora que ella y su hijo mestizo son la familia de un indio cruel y sanguinario apodado Salvaje, que va siguiendo su rastro y asesinando de forma despiadada a todo el que encuentra a su paso. Cuando Peck descubre la situación, el viaje se convierte en un juego de estrategia en el que los errores suman tumbas y un rastro marca la diferencia entre vivir o morir. Poco a poco, el suspense de la persecución va adquiriendo un poso mítico gracias a un recurso de guión altamente efectivo: la elipsis. En ningún momento vemos a Salvaje, solo vemos las consecuencias que deja tras de sí –un reguero de muertos – y lo que otros cuentan de él – que es un asesino implacable –, algo que multiplica la tensión de su presencia ominosa e invisible. El acoso de semejante enemigo cobra una dimensión sobrenatural y genera una angustia atávica: el espectador parece escuchar el repicar inexorable de una campana que toca a difunto.

 ‘La noche de los gigantes’ es un western fantasmal y físico a la vez. Oscuro, austero, japonés en su sobriedad, y con un tratamiento del paisaje capaz de transformar en asfixiantes los horizontes abiertos. La tormenta de polvo del inicio está a la altura de la magia climática que atesoran los filmes de Kurosawa, y la sabiduría narrativa de Robert Mulligan, al plantear un duelo y escamotearnos a una de las partes, es de una audacia notable. Apuesta por el miedo a lo desconocido y deja que nuestra imaginación haga el resto.

 Mulligan y Gregory Peck ya se habían reunido en una ocasión anterior: rodaron juntos una de esas minucias incandescentes que no se olvidan nunca, ‘Matar a un ruiseñor’. Al inicio de la película la mujer de Peck ya está muerta y, aún así, qué bien contada está su historia de amor. Dos niños que antes de dormir se preguntan entre susurros cómo era ella. Un padre en silencio que los oye a través de la ventana, en realidad escuchando al pasado y quedándose quieto en el porche cuando a los recuerdos les da por apretar. Atisbos que no enseñan nada y lo cuentan todo. Ocurre lo mismo en ‘La noche de los gigantes’: dos miradas, unos cuantos silencios, una maravillosa conversación en un porche, otro, donde Gregory Peck escucha con la templanza y el olor a civilización de Atticus Finch, y todo ocurre, una vez más, sin apenas suceder.


                                                                             (Publicado en La Voz de Galicia)

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