Hace unos meses murió Richard Attemborough. Todos los altavoces esbozaron elogios perezosos al destacar sus éxitos, siempre enmarcados en ese territorio sutilmente despreciado del artesano cinematográfico. Narrador eficiente, sí, pero no genial. Correcto, con oficio, pero sin sello personal. Al parecer, no tenía una bocina que llamase la atención. Algunos ‘artesanos’ suelen andar sobrados de cortesía y poseen la humildad de apartarse y dejar pasar primero al que viene detrás: el argumento. Y ahí se hacen fuertes: al saber contar un cuento con precisión y sin aspavientos. Por lo que a mí respecta, solo con ‘Tierras de penumbra’, Attemborough ya tiene la luz pagada para siempre. Pocos creían que pudiese rodar un melodrama de tal nivel. Por eso la película brilla con la intensidad de lo inesperado.
Anthony Hopkins interpreta a un profesor de literatura de Oxford (en realidad, C. S. Lewis) recluido en su mundo docente, alejado de la realidad, solitario y acostumbrado a las tradiciones. Su único vicio son los combates dialécticos en los que suele derrotar a sus adversarios con soberbia. Se comporta como un Fred Astaire del imperativo categórico. «Discutan conmigo, podré soportarlo», dice a sus alumnos. Poco dado a doblar esquinas, un día gira una y se topa de frente con la vida: Debra Winger irrumpe en su retiro, casi monacal, y dinamita ese mundo elitista, solemne y ceremonioso. Trae tal cantidad de aire fresco que pone su vida patas arriba ¿Y cómo no habría de ser así con lo bien que discuten juntos?
‘Tierras de penumbra’ explora el amor y el dolor como caras de una misma moneda y lo hace con una contención y una emoción asombrosas. El itinerario de la película ilumina cuestiones como la amistad, la enseñanza, la paternidad o el miedo a exponerse. Habla sobre el silencio de Dios ante el sufrimiento humano, sobre el poder de un juguete infantil, es decir, del recuerdo, y sobre todo… de la pérdida. Y todo está resuelto con tal sencillez que el trabajo de Attemborough se me antoja complejísimo. A medida que avanza el metraje, la tristeza se va apoderando de la historia de manera apabullante. Una congoja de sirena de barco mercante oída en la distancia. «Leemos para saber que no estamos solos». Así comienza sus clases Hopkins hacia el final de la película. Cuando ya no es solo un profesor que habla sino también un profesor que escucha. La diferencia entre la experiencia leída y la experiencia vivida, asunto central de la película, le ha hecho comprender que no hay respuestas. Solo hay lo que uno vive.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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