Al hablar de la cinematografía japonesa siempre se menciona a Yasujiro Ozu, Akira Kurosawa y Kenji Mizoguchi. Juntos, forman un lugar común. Son las bestias sagradas, los principales destinatarios de todos los elogios. Sin embargo, como ocurre a menudo, bajo la sombra alargada de estos tótems hay otros nombres, más olvidados, más enterrados, suplentes de un banquillo imaginario a la espera de un ojeador que los convierta en titulares. Es el caso de Mikio Naruse. Veinte minutos del metraje de ‘Nubes Flotantes’ bastan para darse cuenta de lo urgente de su rescate. No posee la sobriedad extrema de Ozu pero sí la misma precisión y su tenacidad por podar lo superfluo. No tiene el aliento operístico de Kurosawa pero sí el mismo pulso narrativo. En cuanto a Mizoguchi, ambos poseen la misma querencia por los travellings, siempre íntimos y decisivos en sus películas.
La mano de Naruse a la hora de componer imágenes y administrar la intensidad de un drama a base de contención lo revela como un cineasta de maestría indiscutible. Su manera de contar en voz baja, y a pequeños sorbos, la historia de amor en tiempos desgraciados que narra ‘Nubes Flotantes’ da fe de ello. La película se asemeja a un río que oculta una corriente subterránea fuerte y peligrosa bajo una superficie serena.
Yukiko y Tomioka se conocen en Indochina durante la Segunda Guerra Mundial y se enamoran. El suyo es un amor de paréntesis, es decir, aquel que surge durante circunstancias fuera de lo común (un viaje, una noche especial, un conflicto bélico) y suele morir al término de esa coyuntura. Finalizada la guerra ya nada es lo mismo. El tiempo, la derrota, y la vuelta a la normalidad en un Tokio de posguerra desolado, parecen destruirlo todo. El esfuerzo obstinado de Yukiko por soplar los rescoldos del pasado convierte Indochina en ese «Siempre nos quedará París» de ‘Casablanca’, solo que, al contrario que Ingrid Bergman, Yukiko no se resigna, no se conforma con anclarse a un recuerdo, ella quiere tomar París, vivir en él, envejecer allí. Su lucha posee la épica de la desesperación que consume a aquellos que comprueban una y otra vez que el futuro siempre tiene el mejor regate.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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