Para las tribunas cinematográficas con asientos reservados únicamente a las obras maestras, 'El valle del fugitivo' es una película sin importancia. Lo mismo que aquellos westerns de Budd Boetticher o André de Toth, ásperos y concisos, etiquetados como menores por especialistas que con frecuencia confunden lo sencillo con lo simple. 'El valle del fugitivo' pertenece a este género desapercibido, de atuendo humilde, caligrafía modesta y elipsis que ocultan la escasez presupuestaria, y que, sin embargo, de contrabando, reserva varios tesoros al espectador de ojo entrenado. La fotografía de Conrad Hall, por ejemplo, es uno de ellos. Algunas de las escenas nocturnas, que Hall rueda utilizando el recurso de la «noche americana», son asombrosas. La soltura con que Abraham Polonsky maneja los primeros planos, escasos y esenciales, siempre en el momento preciso y llenos de miradas que borran las palabras del guion convirtiéndolas en material sobrante, o los susurros poéticos y elegíacos que airean el subsuelo del relato y cargan la película de melancolía, lo retratan como el gran director que podría haber sido si la caza de brujas no hubiese truncado su carrera.
Un indio paiute llamado Willie Boy (Robert Blake) regresa a su pueblo y, tras matar a otro indio en un forcejeo, huye al desierto. El asunto no tendría gran importancia (estamos en 1909) si no estuviese de visita en la región el presidente de los Estados Unidos, rodeado por un sanedrín de advenedizos y periodistas de enorme solvencia a la hora de magnificar cualquier incidente. Basta un minuto para reducir al protagonista a la condición de salvaje y montar una partida de caza, pero el resultado no es el previsto: una docena de hombres armados a caballo son incapaces de coger a un indio que va a pie. Willie Boy es un inadaptado, un tipo que no muere bien si no es a su manera. Ni paga peajes ni está dispuesto a convertirse en un souvenir. Genéticamente es un callejón sin salida y en eso convierte la película. Solamente el sheriff Cooper (Robert Redford), un rival a su altura y el único que aporta un mínimo de decencia, entrará en ese callejón para acabar con la persecución y el acorralamiento. Con un enorme apego hacia el ser humano, Polonsky narra la historia de una extinción, la de Willie Boy, como último ejemplar de su especie. Hay algo maravilloso en su dignidad silvestre e irreductible, en su resistencia a la domesticación, y en cómo mira, con ojos de herida antigua. Hace falta callar muy bien para hablar así con la mirada y morir sin regalar una sola palabra.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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