'Las uvas de la ira', rodada en 1940, se acopla a nuestra actualidad sin esfuerzo alguno. Veamos una de las primeras escenas: una familia de campesinos recibe escopeta en mano a un tipo con una orden de desahucio. El mensajero, airado, se justifica: «Yo solo cumplo órdenes, no tengo la culpa de nada». «¿Pues quién la tiene?», pregunta el granjero. «Vuestras tierras pertenecen a una Compañía», informa el recadero. «Pero esa Compañía tendrá un presidente y habrá alguien que sepa para qué sirve un rifle», amenaza uno de los hijos. «Ellos tampoco tienen la culpa, el banco les dice lo que tienen que hacer», alega el emisario. «¿Y dónde está el banco?», preguntan. «En Tulsa, pero no vas a resolver nada, allí solo está el apoderado y solo trata de cumplir las órdenes de Nueva York». El granjero, confuso e indefenso, se limita a decir: «Pero entonces... ¿a quién mato?».
Este fragmento ilustra cómo el viento, las tormentas de polvo de la Gran Depresión y la especulación de los banqueros transforman a la gente en nuevos pobres. Personas que vivían y trabajaban en un país boyante que se ha desinflado (una crisis, una guerra) de repente se convierten en marginados gracias a la magia de unas entidades abstractas que los despojan de todo, mediante una burocracia cautiva que garantiza la impunidad. John Steinbeck teclea a martillazos la historia de esta cofradía de desplazados que pasan a habitar las carreteras, las vías del tren o las cunetas, un relato que Nunnally Johnson adapta al cine para que John Ford diriga una película áspera, flaca e inabarcable, y Gregg Toland la fotografíe con una profundidad de campo que llega hasta el presente. 'Las uvas de la ira' narra la desintegración de una familia que se traslada de Oklahoma a California buscando un porvenir, una vida mejor. Emigran agarrados a una falsa expectativa: «En California hay trabajo». Pero la tierra prometida es cruel. No le basta con el sufrimiento, también quiere tu dignidad, y así la familia Joad va siendo diezmada mientras sufre humillaciones y abusos de toda índole. Ford, por su parte, hace que la película progrese a calambrazos rodando algunas de las secuencias más emocionantes de toda su filmografía, como el entierro del abuelo en una cuneta iluminada por los faros del vehículo, o Ma Joad tirando al fuego una postal y unos pendientes antes de partir, es decir, quemando sus recuerdos. Todas estas escenas merodean un concepto que a día de hoy parece cosa nunca vista: se puede ser pobre y digno.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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