‘Pat Garrett y Billy the Kid’ es una balada dirigida a un mundo en vías de extinción. Sam Peckinpah narra el pasado de Estados Unidos y a la vez apunta el futuro que se avecina con su particular forma elíptica de rodar, contándolo sin que lo veamos. Su eficacia como narrador convierte al espectador en cronista de una elegía sobre el fin de la frontera, de las leyendas y de los tipos que sobran cuando llega la civilización. Los grandes ganaderos de Nuevo México pretenden limpiar el territorio de forajidos para que la zona pueda seguir prosperando y creciendo, y para proteger el interés común. El suyo, por supuesto. La gente de orden y el progreso no entienden de discrepancias, solo de sometimientos, y nombran Sheriff a un antiguo pistolero, Pat Garrett, para que ejecute la purga, que tiene en la cabeza de Billy the Kid a su pieza más codiciada. Dos viejos amigos ahora enfrentados. Garrett tiene miedo a envejecer y se deja comprar, claudica ante la pujanza de los nuevos tiempos y comienza la búsqueda de Billy, en la que va consumiendo atardeceres y muriendo por dentro al asumir que debe matar a un espíritu libre, o sea, matarse a sí mismo veinte años antes.
‘Pat Garrett y Billy the Kid’ contiene todo el universo de Peckinpah, con sus tabernuchas, sus ancianos que hablan solos, sus niños jugando con una horca, probablemente los mismos que jugaban a quemar escorpiones al inicio de ‘Grupo Salvaje’, y esos personajes que siempre llegan a tiempo sabiendo que ya es tarde para todo. Romanticismo, melancolía y tipos que merodean su final son los sospechosos habituales de su filmografía. Para entender su manera de recetar poesía a cartuchazos solo hay que ver la muerte del Sheriff Baker, caminando hasta el borde de un río, con las manos en la tripa agujereada. Su mujer lo mira con piedad. Ninguno dice nada. Solo se oye la música de Bob Dylan, que compone una banda sonora que rasca la película como un fósforo la barba de un buscador de oro. Con el mismo cansancio legendario muere Alamosa Bill. Mientras agoniza en el suelo, tras ser abatido en un duelo con Billy, sentencia: «Al menos se hablará de mí». Nadie filma la muerte ni reconstruye los viejos mitos para luego finiquitarlos con una frase como Sam Peckinpah, que aprovecha la negativa de Pat Garrett a convertirse en reliquia para transformar la película en un relato sobre la amistad traicionada, aunque le interese más hablar de otro traidor, el mayor de todos, en realidad: el tiempo.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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