Siempre me han desconcertado esas personas que ven a un bebe y se apresuran a extraer un parecido. Ya saben: se parece al padre, a la madre, a un tío abuelo, a Kennedy. El matrimonio que protagoniza ‘De tal padre, tal hijo’ goza de una posición económica privilegiada. Tienen un hijo pequeño al que educan en un ambiente de rectitud, alta expectativa y suave disciplina. La travesura no está contemplada. Su domicilio es tan acogedor como la sala de espera de un hospital de diseño y mientras el niño aprende a tocar el piano para complacer a su padre, éste pronuncia grandes frases victorianas: «Si pierdes un día tardas tres en recuperarlo», le dice como si fuese un Churchill cualquiera y la vida el balance de una multinacional. Un día reciben una llamada del hospital y descubren que su hijo, al nacer, fue intercambiado con otro por error. ¿Cómo no nos dimos cuenta al verlo? se preguntan, como si el niño de repente se pareciese a Kennedy.
En una sociedad como la japonesa, donde la tradición ancestral todavía es cosa de anteayer y se pasa por aquí mañana por la mañana, surge el tema del parentesco de sangre. Deciden volver a cambiar los niños como si fuesen animales de compañía. Para colmo, la otra familia tiene una tienda en un suburbio y vive de forma humilde. El padre es un tipo algo desastroso pero capaz de arreglar un coche teledirigido, de ir de pesca, de reír, en resumen, de iluminar la mirada de un niño. El hijo verdadero es un asilvestrado. Hay tanta inteligencia detrás de ese niño de cinco años que no entiende la situación y pregunta una y otra vez por qué, y tanta soberbia en ese padre que rechaza los vínculos emocionales en favor del riego sanguíneo, que uno celebra la facilidad con que los niños desnudan la estupidez de los adultos.
Hirozaku Kore-eda rebaja lo trágico de esta historia con sentido del humor, rigor, sencillez, encuadres precisos y una cámara con cemento en las patas, es decir, utiliza el fondo de armario de Yasujiro Ozu. Como ocurre a menudo en las películas de Ozu, el espectador aprende por descuido las cosas banales de la vida, o sea, las que de verdad importan. El niño criado con dinero y presiones se comporta de forma dócil, mientras el otro niño, acostumbrado al desorden, el caos y la diversión, enseguida se rebela porque, como bien saben los dictadores, la felicidad incita al desacato. Por eso es lo primero que prohíben.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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