29 junio, 2014
24 junio, 2014
Confidencias a medianoche
Connecticut es el Macondo de la comedia clásica americana. Un territorio mítico con leopardos huidos, pánfilos millonarios y mujeres que siempre se salen con la suya. Ir a Reno a divorciarse y a Connecticut para sufrir calamidades es, al parecer, costumbre asentada. Si alguien duda de lo anterior, puede preguntarle a los protagonistas de ‘La fiera de mi niña’ o ‘Las tres noches de Eva’. Ellos les dirán.
‘Confidencias a medianoche’ transcurre en Nueva York, pero por aquello de guardar las esencias, el argumento se pasa un momento por Connecticut para que todo salte por los aires debidamente. La idea con la que arranca la película ya es disparatada: ante el aluvión de teléfonos que se están instalando en Norteamérica, muchas personas se ven obligadas a compartir línea. Hacer una llamada es como escuchar una radio poblada de tertulianos. Este uso compartido del hilo telefónico hace que los dos protagonistas tengan grandes disputas y al final se enreden. Rock Hudson ejerce de heredero de Cary Grant e interpreta a un mujeriego que abomina del matrimonio, es decir, se convertirá en una pieza de caza abatida sin querer por una Doris Day bastante alejada de sus papeles insípidos. «Soy tan viejo que la conozco desde antes de ser virgen», decía de ella Groucho Marx. Así de mojigata era su imagen corporativa.
En esta película, Doris Day circula con la gracia del que acaba de salir del departamento de vestuario y va perfectamente conjuntado con esos decorados de tonos pastel y colores de plástico. Posee unos trajes y unos sombreros tan llamativos y, vistos hoy, tan estrafalarios, que casi hacen que el logo de la Universal deje de girar. Su personaje, un tanto ambiguo, tiene la envoltura de una mujer independiente, profesional, que vive bien y pasa de los hombres. Uno se pregunta si los guionistas no estarán haciendo un boicot sutil a esa cosa narcotizada llamada sueño americano. La historia defiende las posturas conservadoras en apariencia, pero de forma encubierta se burla de la sociedad de su tiempo. ‘Confidencias a medianoche’ posee un guión muy bien construido que explota las situaciones de comedia con una gran habilidad. La pareja protagonista genera el magnetismo de un electroimán. Además está Thelma Ritter haciendo de Thelma Ritter. Robando la película al que se acerque a menos de tres kilómetros y soltando diálogos con la golfería pasmosa de aquellos psicológicamente empadronados en Connecticut.
(Publicado en La Voz de Galicia)
22 junio, 2014
17 junio, 2014
Conspiración de silencio
Las primeras imágenes de ‘Conspiración de silencio’ muestran un tren moderno que corta el desierto a toda velocidad mientras van cayendo los títulos de crédito. Cuando la máquina se detiene en Black Rock, se baja un tipo vestido de negro. Le falta un brazo. El telegrafista de la estación se alarma de forma notable: imposible saber si es porque el tren nunca para (siempre pasa de largo) o porque la película comienza tan deprisa que uno no sabe si el brazo llegará después por mensajería urgente. Si esto fuese un argumento del oeste, el manco interpretado por Spencer Tracy tendría las trazas de un pistolero que llega para ajustar algún fleco pendiente, pero solo es un veterano de la segunda guerra mundial con afición a hacer preguntas. Busca a una persona. Los habitantes de Black Rock poseen un secreto inconfesable, una vergüenza escondida en un doble fondo que convierte la trama en un polvorín cuando este extraño se pone a escarbar el pasado.
Spencer Tracy, cansado de las disputas domésticas que mantiene con Katharine Hepburn en todas sus películas, decide tomar un descanso y pelearse con un pueblo entero. Su mandíbula es capaz de masticar cualquier ambiente hostil. Incluso cuando aprieta el paso parece que la prisa la tienen los demás. La maestría con que John Sturges utiliza los paisajes abiertos para contar una historia cerrada solo está al alcance de los grandes narradores, aquellos que hacen de la concisión su oficio y fabrican relatos nada pretenciosos, abreviados, sin un solo plano de más.
‘Fort Bravo’, ‘Los siete magníficos’, ‘La gran evasión’ o ‘Duelo de titanes’ son títulos de Sturges que pertenecen a esa extraña tipología denominada –solo por mí– cine puro. Al menos en mi infancia, estas películas entraban sin llamar y se plantaban en el salón cualquier sábado al mediodía. Posiblemente fue el oeste el género que mayores alegrías le dio a Sturges, por eso los 80 minutos de brío narrativo que forman ‘Conspiración de silencio’ son en realidad un western oculto. La intensidad, el ritmo y la belleza de unos encuadres afilados en cinemascope la convierten en un prodigio de tensión cinematográfica. Un ‘Solo ante el peligro’ muy superior a la película de Zinnemann, hasta en la estadística: si Gary Cooper hace frente él solo a cuatro maleantes, Spencer Tracy, con solo tres extremidades, se enfrenta a todo un pueblo.
(Publicado en La Voz de Galicia)
15 junio, 2014
11 junio, 2014
Un extraño en mi vida
‘Un extraño en mi vida’ no suele aparecer en los libros de cine. Tampoco es citada en ninguna lista que reúna películas de alta reputación. Juega en otra liga, la de los hallazgos por descubrir, como toda obra tímida, desconocida y extraordinaria. La elegancia y lucidez con que Richard Quine relata esta historia furtiva acerca de la penumbra que rodea el adulterio hacen que esta película vuele muy por encima de argumentos similares como ‘Breve encuentro’ o ‘Los puentes de Madison’. La América en technicolor que rueda Quine, con unos rojos que adelantan por el carril derecho a Warhol y a Roy Lichtenstein, es el envoltorio perfecto de este triángulo amoroso entre un hombre, una mujer y una casa.
Estamos en 1960, en una de esas urbanizaciones felices y anestesiadas anteriores a los disturbios civiles, los presidentes tiroteados y la guerra de Vietnam. Kirk Douglas interpreta a un arquitecto que conoce a una mujer (Kim Novak) cuando ambos acompañan a sus hijos al colegio. En su primer plano-contraplano la suerte ya está echada. Él tiene una esposa que abusa de los imperativos y ella un marido con la temperatura de un pescado congelado. No se sienten a gusto en el traje que la realidad ha fabricado para ellos. Ninguno de los dos ha inventado la infidelidad, pero surge. Douglas está construyendo una casa para un novelista con el que mantiene reflexiones en voz alta acerca de la inseguridad del creador. En su manera de explicar el compromiso entre convertirse en una máquina expendedora de casas o arriesgar y ser un artista temperamental no hay tratados filosóficos, solo sencillez.
‘Un extraño en mi vida’ es la película más hermosa que he visto sobre el mundo de la arquitectura. Más que ‘El manantial’. Aquí no hay construcciones megalómanas, egos superlativos ni apologías del individuo-creador, sino clientes que exclaman con sorna: «¿Seguro que no había madera más cara?». El protagonista levanta una casa que es en realidad una historia de amor. Primero pone los cimientos, luego va tomando forma poco a poco hasta que, una vez terminada, debe dejarla ir porque pertenece a otro. «Pobre del que viva aquí: no sabe que la casa es nuestra», dice Kim Novak antes de marcharse para siempre y volver a su matrimonio lleno de tomas falsas. Richard Quine alumbra una película adelantada a su tiempo que propone el amor como parada breve, nada duradero, salvo en la memoria.
(Publicado en La Voz de Galicia)
08 junio, 2014
06 junio, 2014
04 junio, 2014
La gran belleza
Para Jep Gambardella la vida es una degustación. Insomne y seductor, se pasea por la noche de Roma como un Dorian Gray sin cuadro que detenga su declive. Pertenece a esa raza de seres nocturnos que conocen a todo el mundo y se encargan de que la madrugada quede presentable para cuando el amanecer pase revista. Autor de una única novela ya muy lejana, vive –con un lujo envidiable– gracias a su trabajo como firma de éxito en un gran diario. Eso cuando las fiestas le dejan un hueco o no está tumbado en su hamaca, con una teatralidad y un sentido innato del espectáculo que hacen de él un Truman Capote con vistas al Coliseo. A veces está tan ocupado que pierde el tiempo sin gastarlo. Lo contrario sería poco refinado.
El contrapunto a todo ese tinglado hedonista se produce cuando Gambardella se marcha de alguna fiesta y emprende la retirada hacia casa leyendo la ciudad con los pies. Ahí es donde la película crece en asombro. Su afición a callejear sin itinerario posee la melancolía de un cuadro de De Chirico. Vacío y lleno de sombras. Hay algo en ese deambular nocturno que parece una metáfora del fin de un mundo, el suyo, el de un escritor cansado que ha convertido la evocación de un antiguo amor en su Rosebud particular. A veces no importa lo que uno camine, siempre acaba delante del mismo recuerdo. Mucho me temo que después de acompañar las idas y venidas de este tipo desilusionado por las calles de una Roma irreal, sugestiva y profundamente bella, los paseos de Marcello Mastronianni en ‘La dolce vita’ me parecen calderilla.
‘La gran belleza’ es capaz de resumir en un solo plano la decadencia que en ‘El gatopardo’ sumaba tres horas de metraje. El protagonista, siempre viviendo en cursiva, un poco como el Oscar Wilde de aforismo navajero y lucidez disfrazada de frivolidad, resulta ser un tipo que escribe transparente con la mirada. Su forma de contemplar la vida, de vagar, de ser sin apenas estar, proviene de la curiosidad, el combustible que utiliza la gente que no tiene certezas. A fuerza de fijarse en lo que nadie ve, se hace depositario de una respuesta: nadie sabe nada. Descubre que la vida es un truco mientras uno crea que lo es. Por eso es saludable conocer a tipos como Jep Gambardella que no confían en cambiar el mundo, sino que luchan por mantener intacta su capacidad de asombro.
(Publicado en La Voz de Galicia)