30 octubre, 2013
500 días juntos
Desde que los monos se hicieron humanos tienen la costumbre de pasar la vida rebobinando trozos de tiempo. Pasar revista del pasado y recordar aquello que una vez tuvimos y ya no, es una afición muy extendida: masticamos los recuerdos con la lentitud de un camello. ‘500 días juntos’ es la historia de una digestión. El protagonista hace un inventario en retrospectiva de su última relación amorosa: chico con ojos de cocker desgraciado se enrolla con chica en el cuarto de las fotocopiadoras. En el instante en que ella confiesa que su Beatle favorito es Ringo Starr deberían saltar todas las alarmas y sospechar que el asunto no tiene futuro. Pero no. Las expectativas siempre visten gafas de sol que eliminan la claridad.
Mediante saltos adelante y atrás en el tiempo de esta pareja, el guión va contando su historia con la misma estructura narrativa de ‘Dos en la carretera’, aquella película en la que Audrey Hepburn preguntaba: «¿Qué clase de personas se sientan en un restaurante y no se dicen nada?». «Los matrimonios» respondía Albert Finney. Esta sentencia que habla sobre el desgaste del tiempo tiene su equivalente aquí: «¿Qué pasó? Lo que siempre pasa: la vida». Uno se llena de intenciones y el tiempo se encarga de vaciarlas.
Por aquello de restar dramatismo al tono nihilista-pesimista de párrafos anteriores, diré que el tratamiento de la película es ligero, amable y divertido. En lugar de estrellas inalcanzables intentando pasar por gente normal, los protagonistas son guapos camuflados que pasean su felicidad publicitaria por cines, museos y tiendas de vinilos, al tiempo que suenan canciones de éxito que se integran con gran desparpajo en la banda sonora. El guión, hábilmente construido, hace un recorrido por los lugares comunes del noviazgo sacándoles punta con la precisión del que afila un lápiz y le sale una pluma. En toda esta peripecia de enamoramientos, rupturas, reconciliaciones y otras contingencias, el protagonista descubre que las cosas siempre van bien hasta que dejan de ir bien. También aprende algo decisivo: nunca hay que traspasar el umbral del cuarto de las fotocopiadoras.
(Publicado en La Voz de Galicia)
24 octubre, 2013
La octava mujer de Barba Azul
Nadie como Lubitsch convierte los lugares comunes en poco frecuentes. La retranca, el giro inesperado, los dobles sentidos, la elegancia o la picardía forman parte de su alfabeto reconocible: una forma de entender la vida en la que todos flirtean por encima de sus posibilidades. ‘La octava mujer de Barba Azul’ deja claro desde la primera escena que el amor es como los negocios, solo que más divertido: Gary Cooper interpreta a un millonario de pelo relamido que se presenta en unos grandes almacenes con el desdén del que viene a cobrar una factura. Pretende comprar un pijama, pero solo la chaqueta: «Yo duermo sin el pantalón. No quiero cosas que no uso», afirma con impertinencia ante la mirada horrorizada del vendedor, que llama a su superior para ver si pueden acceder a semejante desatino. El encargado, a su vez, corre a consultar el asunto con el vicepresidente, de manera que la cuestión se va traspasando de jefe en jefe como un virus de alto contagio hasta llegar a la cúpula: Suena el teléfono en la habitación del presidente de la compañía, que está leyendo la prensa en la cama como si fuese Marcel Proust. «¡Imposible! No vendemos pijamas por partes. Eso sería comunismo», exclama. Cuando se levanta de la cama, vemos que también él lleva solo la chaqueta del pijama puesta.
Detrás de las ideas de esta película, porque el cine son ideas, están Charles Brackett, Ernst Lubitsch o Billy Wilder, genios de la escritura cinematográfica o de cualquier otra. Eran expertos en raspar y raspar hasta dar con la idea más brillante, y una vez conseguida, decían: «Bueno, ahora vamos a mejorarla». Cuando la crisis del pijama está al borde de la gangrena aparece Claudette Colbert diciendo que quiere comprar solo un pantalón de pijama, y la película ya está lanzada. Por supuesto, la chaqueta y el pantalón de pijama terminarán por encontrarse e incluso contraerán matrimonio. Un casamiento turbulento. Claudette Colbert descubre que su marido ha tenido siete esposas previas, se niega a ser un peaje más en la autopista y plantea el matrimonio como una guerra preventiva: tratará de comprobar quién doma a quién. Y ya sabemos que en las comedias del cine clásico no existe el empate.
(Publicado en La Voz de Galicia)
16 octubre, 2013
Un cuento chino
Una vaca cae del cielo en China y el caos sobreviene en una pequeña ferretería de Buenos Aires. Esta vaca voladora, que Hitchcock denominaría McGuffin, es el detonante que lleva a un chino hasta Argentina en busca de un pariente desaparecido. Huérfano de idioma e incapaz de manejarse en un país extraño, se convierte en la garrapata particular del dueño de la ferretería, un tipo que adorna sus respuestas con la brevedad de un epitafio. Bendecido con un estilo único a la hora de maldecir, sus cabreos alcanzan enormes cotas de virtuosismo.
La figura del cascarrabias profesional se encuentra actualmente en franco declive y no goza de la apreciación popular que debiera, a pesar de que sus incondicionales afirman que posee la extraña cualidad de hacer el bien a la contra, como si su mal carácter lo obligara a ser buena gente. El ferretero de esta película, solitario y huraño, sigue este mismo patrón: su estilo de vida consiste en habitar un ángulo muerto. Acostumbrado a su parapeto, reposa tranquilo en su oscuro habitáculo de ermitaño hasta que llega alguien, enciende la luz y transforma la película en una historia con el aroma de Frank Capra.
‘Un cuento chino’ es una película cercana, discreta, casi diminuta. Lo valioso reside en su sencillez. Con una puesta en escena tranquila y sin estridencias, lo fía todo a la interpretación de su protagonista, un Ricardo Darín que hace con su personaje lo que un soplador de vidrio: lo infla, lo desinfla, lo moldea robusto por fuera y frágil por dentro. En el fondo, esta historia de un cascarrabias retraído que ve perturbada su paz por culpa de un imprevisto ya se ha contado muchas veces: a menudo las historias son meras repeticiones con alguna variación, solo que unos ecos recorren más distancia que otros. Ring Lardner Jr, uno de los guionistas represaliados en la ‘caza de brujas’ de McCarthy, cuenta una anécdota que ilustra esta escasez de novedad reconvertida en virtud: Lardner y un amigo salen del estreno de ‘Río Rojo’ cuando su acompañante tiene la ocurrencia de acercarse al guionista para felicitarle por su trabajo. El felicitado, Borden Chase, exclama: «¿De verdad no te has dado cuenta de que es ‘Rebelión a bordo’ con vaqueros?».
(Publicado en La Voz de Galicia)
La figura del cascarrabias profesional se encuentra actualmente en franco declive y no goza de la apreciación popular que debiera, a pesar de que sus incondicionales afirman que posee la extraña cualidad de hacer el bien a la contra, como si su mal carácter lo obligara a ser buena gente. El ferretero de esta película, solitario y huraño, sigue este mismo patrón: su estilo de vida consiste en habitar un ángulo muerto. Acostumbrado a su parapeto, reposa tranquilo en su oscuro habitáculo de ermitaño hasta que llega alguien, enciende la luz y transforma la película en una historia con el aroma de Frank Capra.
‘Un cuento chino’ es una película cercana, discreta, casi diminuta. Lo valioso reside en su sencillez. Con una puesta en escena tranquila y sin estridencias, lo fía todo a la interpretación de su protagonista, un Ricardo Darín que hace con su personaje lo que un soplador de vidrio: lo infla, lo desinfla, lo moldea robusto por fuera y frágil por dentro. En el fondo, esta historia de un cascarrabias retraído que ve perturbada su paz por culpa de un imprevisto ya se ha contado muchas veces: a menudo las historias son meras repeticiones con alguna variación, solo que unos ecos recorren más distancia que otros. Ring Lardner Jr, uno de los guionistas represaliados en la ‘caza de brujas’ de McCarthy, cuenta una anécdota que ilustra esta escasez de novedad reconvertida en virtud: Lardner y un amigo salen del estreno de ‘Río Rojo’ cuando su acompañante tiene la ocurrencia de acercarse al guionista para felicitarle por su trabajo. El felicitado, Borden Chase, exclama: «¿De verdad no te has dado cuenta de que es ‘Rebelión a bordo’ con vaqueros?».
(Publicado en La Voz de Galicia)
10 octubre, 2013
¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú
A veces a uno no le queda otro remedio que reírse de sus miedos. Aunque caiga en el terreno de lo que Kurt Vonnegut bautizó como ‘humor de la horca’ al contar el chiste de un condenado que, al ser conducido a la horca un lunes, comenta: «¡Vaya forma de empezar la semana!». Cuando no hay alivio posible, queda la risa. La versión cachonda del Apocalipsis que plantea 'Teléfono Rojo' trata este asunto con la seriedad de un buen disparate. Se ríe del gran temor de su época y transforma en parodia el dilema nuclear y la paranoia de la guerra fría. A tal punto llegaba la chifladura americana que a menudo convertían las películas de serie B en alegorías de la invasión roja, con los marcianos ejerciendo de comunistas. La obsesión como paso previo a la estupidez.
El general chalado de esta película pone en marcha un dispositivo para atacar Rusia. Coloca al mundo en el precipicio de la destrucción atómica y nos traslada a una sala de guerra –un decorado grandioso- con una mesa circular donde los dirigentes que toman las más altas decisiones juegan al póker con el destino del mundo. Aquí comprobamos que 'Teléfono Rojo' no ha envejecido nada, no tiene arrugas. El contexto histórico de su época ha desaparecido. Sin embargo, si uno mira hacia las mesas de póker actuales en Bruselas, por ejemplo, comprueba que han pasado décadas y seguimos en el mismo kilómetro. Todo es tan absurdo que si hubiese que rodar una película acerca de la crisis actual, solo podría ser absorbida y retratada como una comedia. Con el mismo esperpento y la majadería de esta película de Kubrick: peor aún que las bombas de hidrógeno son los retrasados que están a cargo de ellas. «La estupidez se heredará hasta que desaparezca la especie, que desaparecerá por estúpida», asegura José Luis Cuerda. Cuando Reagan se convirtió en presidente pidió ir a ver la sala de guerra de la Casa Blanca. Su jefe de estado mayor le dijo: «Señor presidente, no hay ninguna sala de guerra en la Casa Blanca». Reagan añadió: «Pero si la vi en esa película, Teléfono Rojo». Es razonable pensar que Reagan ignoraba que las películas con frecuencia se ruedan en decorados. Total, solo fue actor durante 27 años y figurante el resto de su vida.
(Publicado en La Voz de Galicia)
03 octubre, 2013
Cuando Harry encontró a Sally
Una carrera a toda prisa no garantiza la puntualidad; sin embargo, es un remedio excelente para los indecisos. A menudo olvidamos lo más importante del hecho de correr: uno toma impulso aunque ignore hacia dónde. Si nos ceñimos al territorio amoroso, correr a lo loco, sin pensar, es sanísimo. Pensar es malo para el amor, resta empuje al llegar a meta.
En el cine, este tipo de fenómenos trotadores ocurren con cierta frecuencia. Sucede, por ejemplo, en el final de ‘El apartamento’, cuando Shirley MacLaine corre desesperada hacia un Jack Lemmon con la dignidad recién recuperada, y se ponen a barajar sus expectativas. Woody Allen también le da un espaldarazo definitivo a este gusto por el maratón en el último suspiro de ‘Manhattan’, cuando su novia Tracy, más pequeña pero mucho mayor, le dice que debe confiar más en las personas. ‘Cuando Harry encontró a Sally’ continúa esta tradición tan asentada del sprint final y hace que Billy Crystal atraviese corriendo Nueva York para que los coches le piten, pero sobre todo porque la película se está acabando y es necesario un clímax. Para llegar a esta escena culminante antes debe atravesar toda una serie de obstáculos. Nada hay tan saludable para el amor como los tropiezos. A poder ser, en las películas.
Todos sabemos que el amor es eterno mientras dura. A Harry y a Sally nunca les dura. Pertenecen a esa raza de neoyorquinos que van saltando de cita en cita, en busca de una pareja ideal que nunca llega. Todo un género narrativo. Desde el inicio sabemos que están destinados a chocar, sobre todo si uno ha leído el título, pero el asunto es cómo, cuándo, dónde y por qué. Todas estas cuestiones las resuelve el guión espléndido de Nora Ephron, lleno de diálogos trabajadísimos y pequeñas escenas ingeniosas en las que todos brillan a gran altura. Contra todo pronóstico, la película fue un éxito comercial en su época. Si entonces era buena, lo que vino luego la ha convertido en una joya. Cualquier osado que vea una comedia romántica actual corre un serio peligro de muerte cerebral por ataque de guión insustancial. Alcanzan tales cotas de estupidez que parecen ideadas para chimpancés.
(Publicado en La Voz de Galicia)