El género cinematográfico de la ciencia-ficción ha sufrido una total devaluación en las últimas décadas. Me refiero a la ciencia-ficción de verdad, no a la acumulación de películas con una ambientación supuestamente futurista que, en realidad, son vehículos disfrazados para hacer una película de acción típica de Hollywood que suele acabar en despropósito. No me voy a extender más porque los ejemplos son infinitos y todos los conoceréis de sobra.
Los géneros van y vienen, aparecen y desaparecen. Se ponen de moda las películas de catástrofes, bélicas o de romanos hasta que surgen las de vampiros y demás transfusiones de sangre. En el panorama actual, está fuera de la norma hacer, por ejemplo, un western, a pesar de lo cual siempre se ruedan un puñado cada año y, muy de vez en cuando, por las grietas de la roca surge la hierba y nace de milagro una película como “Sin Perdón”. Es en este panorama desértico y a contracorriente cuando, a cuentagotas, aparece una pequeña joya en su género que, normalmente, es ignorada o poco valorada por los intereses económicos de esa entelequia llamada “mercado” que adora a un único dios llamado “taquilla”.
Hoy quiero hablar de una película que pertenece a esa estirpe, una película que, para mí, fue una de las sorpresas más agradables del año pasado. Se titula Moon. Duncan Jones. 2009. Aquí donde vivo se estrenó tarde y duró una semana en cartelera, la prueba de su calidad es el estruendoso silencio con el que fue recibida, cero repercusión y cero premios para una película que podría haber llenado sus alforjas con varios oscars sin ningún problema. A pesar de todo, posee el premio más extraordinario: es una buena película.
Los que no hayáis visto esta película, no sigáis leyendo, posiblemente acabaré mencionando datos que destriparán el argumento. El que avisa no es traidor, es avisador.
Hay muchas grandes películas que, al inicio, muestran un plano que contiene en sí mismo toda la historia que va a venir a continuación. Una especie de resumen de lo que nos espera.
En el primer plano de esta película, unos pies corren en una cinta transportadora de gimnasio. Este plano ya nos dice lo que va a ser la película: “la historia de una huida”.
Sam Bell es el único habitante de la luna. Trabaja para una multinacional que se encarga de extraer un mineral que proporciona toda la energía que necesita el planeta Tierra. Tiene un contrato de tres años a punto de expirar y su misión consiste en que nada falle en esa estación espacial automatizada. Sam está acompañado por GERTY, un robot que guarda un cierto parecido con el HAL9000 de "2001 Una odisea del espacio". Este tipo de películas nos han educado para que desconfiemos de los robots descarriados, dando por sentado que se van a convertir en el enemigo de la película. En esta historia, GERTY es el más humano de todos, sólo él actúa con bondad a la hora de ayudar al protagonista. Es su único amigo.
Se produce un accidente y, cuando Sam Bell se despierta en la enfermería, descubrimos que hay… dos Sam Bell. “La Compañía” está utilizando clones para el mantenimiento de su estación espacial. Son carne, esclavos sin saberlo.
Es así como dos tipos a los que han robado su vida, que tienen exactamente el mismo pasado y los mismos recuerdos prefabricados, se hacen amigos.
La película, de forma subterránea, pone sobre el mantel una gran cantidad de temas de actualidad. Esta es una característica de las grandes películas de ciencia-ficción: películas ambientadas en un futuro lejano, nos hablan sobre nuestro presente. Muchas veces en forma de advertencia.
El prólogo de esta historia es un spot de una empresa multinacional con niños indios sonrientes, ecología y mensajes grandilocuentes. “La Compañía” se autopostula como salvadora del planeta pero no tiene reparos en manipular clones y utilizar a los seres humanos como si fuesen ganado.
Como siempre, se pone de manifiesto la hipocresía eterna de estas empresas cuyo único afán suele ser el ansia de poder y la codicia infinita.
A lo largo del visionado de la película echamos una ojeada a los sótanos de la tecnología, unos sótanos llenos de cadenas. La idea que subyace en el argumento es lo peligroso que puede llegar a ser el uso de las nuevas tecnologías por parte de gente sin escrúpulos. Se plantea la necesidad de que exista un control exigente y unos límites ya que, por lo visto, la cara oculta de la luna tiene aún más caras ocultas.
Si alguien duda de esta advertencia, sólo tiene que echar un vistazo a la voracidad sin límite de la alcantarilla que forman el sistema bancario y la bolsa, donde no existe ningún tipo de control pese a que nos venden que sí lo hay.
En el pasado, antes de sacar un producto al mercado, se hacía un estudio de varios años con el fin de demostrar fehacientemente que no perjudicaba la salud de nadie. El año pasado se comercializó la vacuna de la gripe A en siete meses. Hoy en día el objetivo último es la rapidez, la inmediatez, sobre todo a la hora de hacer caja. Que se ignoran las consecuencias que puede tener algún producto en el futuro, tú véndelo y… a ver que pasa. De este modo vivimos rodeados de transgénicos, wifi, escándalos de farmacéuticas e IPhones de antepenúltima generación.
Primero se crea una necesidad y luego se abastece a la población, ya habrá tiempo de pensar en las consecuencias más tarde (léase, nunca). La seguridad ha quedado desterrada.
¿Alguien sabe cómo nos afectarán las ondas de los teléfonos móviles a largo plazo, cuando llevemos 20 o 30 años con ellos pegados a la oreja?. Hemos llegado a un punto donde nuestra dependencia de las tecnologías es total, estamos subyugados y esclavizados. Nadie sería capaz ahora de aceptar un mundo sin teléfonos móviles. Recientemente, en medio de la algarabía popular (sobre todo de las operadoras) se nos ha anunciado que ya podemos hablar por teléfono desde los aviones. Éxtasis. Ahora el móvil ya no te ahorra trabajo, sino que te hace trabajar en todas partes. Por supuesto, desde todas las tribunas y foros se nos adoctrina con el mensaje mil veces repetido de que “la tecnología es nuestra mejor amiga”.
Si todo esto parece exagerado pensad en un futuro no muy lejano donde toda transacción económica deba hacerse a través de un sistema bancario informático. Si tú tienes dinero en efectivo, eres libre. Nadie sabe en qué lo gastas, qué haces con él o para qué lo utilizas, no pueden ejercer un control sobre ti. Ahora pensad en un futuro, hacia el que vamos encaminados, donde, poco a poco, se vaya eliminando el dinero en papel. Pensad en la frecuencia con la que se usaba la tarjeta del cajero hace 20 años y pensad en la frecuencia con la que se utilizan ahora todas las bandas magnéticas habidas y por haber en un mundo donde acabaremos pagando los cubatas con un chip. Sólo hace falta algo más de tiempo.
Pensad que todos nuestros esfuerzos en la vida y en el trabajo están dirigidos a producir dinero en la cuenta electrónica de un banco que “son sólo números en una pantalla”, con una tecla te puedes quedar sin dinero. Supongo que la mayoría es consciente de que “alguien” maneja esas teclas.
Por último, imaginad un futuro no muy lejano donde el estado, por cualquier razón, te clasifica como “persona indeseable” (ya ha ocurrido a menudo en países totalitarios) y te confiscan todo tu dinero (error informático). ¿Cómo comprarás, venderás, comerás o sobrevivirás?
No digo que todo esto vaya a ocurrir, sólo digo que nuestra “tecnología amiga” ofrece posibilidades inquietantes como esta.
Como es habitual, ya se me ha ido la olla. Pido perdón por el ladrillazo que acabo de perpetrar y vuelvo a la película.
El andamiaje de la película es maravilloso, apuesta por la sobriedad y la contención, no es devorada o aplastada por los efectos generados por ordenador. Siendo coherente con el mensaje de la historia, se ha huido conscientemente del ordenador y los tinglados digitales, apostando por una forma de rodar “a la antigua”, con decorados, trucos, maquetas y efectos especiales de toda la vida. En esto se parece a las películas de ciencia-ficción de los setenta. Posee el encanto de películas como “Atmósfera Cero”, “Alien” o “Soylent Green”.
Es una película de homenajes, no de plagios. Los “rastreadores de películas” están de enhorabuena, aquí se pueden rastrear las huellas de otras películas emblemáticas de este género: El uso de la música clásica nos transporta directamente hacia “2001 Una odisea del espacio”. Cuando Sam Bell está cuidando sus plantas, es imposible no pensar en esa fábula ecologista llamada “Naves Misteriosas”, un clásico de la serie B.
La película-nodriza que sobrevuela continuamente la trama debido a que posee una temática parecida es “Blade Runner”. A nivel práctico, no hay mucha diferencia entre la Tyrell Corporation de Blade Runner y “La Compañía” de esta película. Las dos se dedican a fabricar gente con fecha de caducidad, gente con implantes de memoria en forma de recuerdos que, a menudo, son más humanos que los propios seres humanos. Lo único que los diferencia de nosotros es la ignorancia, nosotros ignoramos cuando moriremos, ellos no.
Hace unos años apareció una película llamada “El Show de Truman”. Un tipo vive atrapado en un mundo artificial creado para él, sin darse cuenta de que es utilizado como cobaya para un programa de televisión del que es el absoluto protagonista. En un momento dado, se percata del engaño y, en un desafío a los dioses, decide salir de la caverna, decide “salir” aunque el precio de esa osadía sea su propia vida.
Sam Bell también decide “ir más allá”, decide tomar las riendas de su vida. Intenta dejar de ser una copia y convertirse en un original. Intenta ser libre.
“Espero que la vida en la Tierra sea como tú la recuerdas”
(Gerty)
27 julio, 2010
20 julio, 2010
Pelham 1 2 3
La decoración escaparatística de los videoclubes, suele obedecer a un gusto exquisito y atroz por la “decoración mosaico” que forman los posters de películas ya pasadas de moda. Estos posters suelen poseer una cierta decoloración y una degradación de los colores debido a la tozudez de su enemigo más implacable: el sol.
Los rayos solares convierten estos posters en primos lejanos de las polaroids de los años ochenta. La única diferencia es que, las antiguas polaroids, emergen hoy en día con un cierto encanto, mientras que la mayor parte de las películas que pasan hoy por el videoclub, no sobrevivirán al paso del tiempo ni a la mordedura del vacío. Muchas de estas películas irán desapareciendo en el olvido, antes aún que sus correspondientes posters.
El otro día, caminando por mi barrio, pasé por delante del videoclub y me fijé en una de esas polaroids. Se titulaba Asalto al tren Pelham 1 2 3 y estaba dirigida por un fulano llamado Tony Scott. No la he visto. Sin embargo, tengo una idea aproximada de lo que le espera al osado que se atreva a verla. Esta es una característica del cine comercial actual: es totalmente predecible. Lo que espera a sus espectadores es una historia convencional, políticamente correcta, llena de explosiones, ralentís, zooms, efectos especiales y un montaje donde, a veces, los planos son tan rápidos que casi no te da tiempo a ver qué demonios ocurre. Si la veis y no he acertado, podéis abofetearme.
Esta película es un remake (cosa que fabrican unos tipos incapaces de rodar una historia nueva. Lo hacen pensando que la nueva versión será mejor. En serio).
Realmente, lo que recordó mi cerebro obtuso fue la versión anterior de esta película, una película minúscula y poco recordada pero emocionante y maravillosa. Con los títulos de crédito iniciales, una partitura musical espléndida te transporta a los años setenta, a un Nueva York de taxis amarillos donde las mujeres todavía no eran glamurosas y chachis, fashion y ricas, consumistas y republicanas. Todavía no había esa obsesión por el éxito ni se asociaba el feminismo con… ir de compras. La película se titula Pelham 1 2 3. Joseph Sargent. 1974.
A lo largo del tiempo, el cine ha ido cambiando y, con él, los cineastas y los espectadores. Posiblemente discernir quien cambia a quien se convertiría en una discusión bizantina. Las técnicas narrativas, los efectos especiales, el exceso de información acerca de las películas y el hecho de que nos bombardeen con imágenes desde todos los sitios posibles, hacen que cada vez resulte más raro disfrutar de una simple historia. Sobre todo porque cada vez resulta más raro que, sencillamente, nos cuenten una historia.
La mayoría de las películas actuales nos atontan a base de imágenes atractivas pero vacías, nos sacuden a golpe de efectos especiales, nos engañan a través de, más que dudosas, técnicas de manipulación narrativa o de giros tramposos de guión con la intención evidente de embaucarnos y distraernos. Incluso, en muchas de estas películas, pretenden adoctrinarnos o soltarnos peroratas insufribles.Todo con la esperanza de que no se nos ocurra eso tan antiguo de… pensar.
¿Qué hay en todo lo anterior, de eso de contar una historia? Pues bastante poco.
Cada persona es libre de disfrutar el cine como quiera o como le apetezca, para mí, el cine narrativo es insustituible, el cine de la puesta en escena, de una historia emocionante y bien contada que aún te persigue en los días siguientes, de actores con presencia y personalidad, de cuentos que dan liebre por gato en lugar de gato por liebre, de relatos necesarios. Este es el cine que a mí me apasiona, el otro me interesa poco.
Cuatro hombres vestidos con gabardina, sombrero, gafas y bigote postizo, entran en un vagón de metro a través de distintas paradas. Todos van disfrazados igual. Se hacen con el control de la situación y secuestran a todos los ocupantes, parando el vagón en medio de un túnel. A continuación, llaman por radio a la estación de metro. El ayuntamiento de Nueva York debe entregarles un millón de dólares en el plazo de una hora exacta, de lo contrario empezarán a matar rehenes.
Los secuestradores, aparentemente, están atrapados en una ratonera pero, como en cualquier película de este tipo, los secuestradores juegan al gato y al ratón con los policías, mientras los guionistas hacen lo mismo con los espectadores.
La historia está contada con una concisión y una eficacia narrativa propia del mejor cine de los setenta, no hay ramas que podar porque no hay nada que sobre. La ambientación y la fotografía tienen un aspecto casi documental, y la narración posee la sobriedad que tenían aquellos artesanos maravillosos cuya única pretensión era contar una buena historia, sin adornos, directamente al grano. Parece una película de Sidney Lumet, John Frankenheimer o Arthur Penn.
Además de la narración, el ritmo y la acción, la película posee una cualidad deslumbrante que brilla, todavía más, hoy en día, que vivimos totalmente prisioneros de las apariencias y de lo políticamente correcto. Esa cualidad que arrasa la película es su absoluta incorrección en todos los temas que aparecen (racismo, política, instituciones, chistes de género…) convirtiéndolo todo en una sátira descarnada.
Cuando se comunica el secuestro por radio, aprovechan para enseñarnos el funcionamiento interno de la sala de control del metro de Nueva York. Tipos durmiendo en su puesto de trabajo, desidia, aburrimiento… incluso el jefe de estación dice cosas como: Al diablo los pasajeros, que pretenden por 35 centavos ¿vivir eternamente?
El fulano que nos enseña todo esto es el protagonista de la película, para ello han escogido al actor más socarrón de la historia del cine: Walter Matthau. El corazón de Walter Matthau no bombea sangre, bombea vitriolo. Su rostro de hiena, casaba perfectamente con el sarcasmo más extraordinario a la hora de pronunciar sus frases (ideadas por tipos de dialogo afilado, como Billy Wilder). Sólo por este actor ya merece la pena acercarte a este cuentecillo de secuestros donde, por una vez, no nos importa lo que ocurre en la superficie de Nueva York. Todo lo que importa ocurre bajo tierra, a nivel subterráneo.
Por último, en esta película se produce el estornudo más inoportuno de la historia del cine, la prueba de que nunca se debe secuestrar nada si estás acatarrado.
- Secuestrador: Si me hacen caso, a nadie le pasará nada.
- Pasajero: Eso mismo nos dijeron en Vietnam y aún tengo metralla en
el culo.
Los rayos solares convierten estos posters en primos lejanos de las polaroids de los años ochenta. La única diferencia es que, las antiguas polaroids, emergen hoy en día con un cierto encanto, mientras que la mayor parte de las películas que pasan hoy por el videoclub, no sobrevivirán al paso del tiempo ni a la mordedura del vacío. Muchas de estas películas irán desapareciendo en el olvido, antes aún que sus correspondientes posters.
El otro día, caminando por mi barrio, pasé por delante del videoclub y me fijé en una de esas polaroids. Se titulaba Asalto al tren Pelham 1 2 3 y estaba dirigida por un fulano llamado Tony Scott. No la he visto. Sin embargo, tengo una idea aproximada de lo que le espera al osado que se atreva a verla. Esta es una característica del cine comercial actual: es totalmente predecible. Lo que espera a sus espectadores es una historia convencional, políticamente correcta, llena de explosiones, ralentís, zooms, efectos especiales y un montaje donde, a veces, los planos son tan rápidos que casi no te da tiempo a ver qué demonios ocurre. Si la veis y no he acertado, podéis abofetearme.
Esta película es un remake (cosa que fabrican unos tipos incapaces de rodar una historia nueva. Lo hacen pensando que la nueva versión será mejor. En serio).
Realmente, lo que recordó mi cerebro obtuso fue la versión anterior de esta película, una película minúscula y poco recordada pero emocionante y maravillosa. Con los títulos de crédito iniciales, una partitura musical espléndida te transporta a los años setenta, a un Nueva York de taxis amarillos donde las mujeres todavía no eran glamurosas y chachis, fashion y ricas, consumistas y republicanas. Todavía no había esa obsesión por el éxito ni se asociaba el feminismo con… ir de compras. La película se titula Pelham 1 2 3. Joseph Sargent. 1974.
A lo largo del tiempo, el cine ha ido cambiando y, con él, los cineastas y los espectadores. Posiblemente discernir quien cambia a quien se convertiría en una discusión bizantina. Las técnicas narrativas, los efectos especiales, el exceso de información acerca de las películas y el hecho de que nos bombardeen con imágenes desde todos los sitios posibles, hacen que cada vez resulte más raro disfrutar de una simple historia. Sobre todo porque cada vez resulta más raro que, sencillamente, nos cuenten una historia.
La mayoría de las películas actuales nos atontan a base de imágenes atractivas pero vacías, nos sacuden a golpe de efectos especiales, nos engañan a través de, más que dudosas, técnicas de manipulación narrativa o de giros tramposos de guión con la intención evidente de embaucarnos y distraernos. Incluso, en muchas de estas películas, pretenden adoctrinarnos o soltarnos peroratas insufribles.Todo con la esperanza de que no se nos ocurra eso tan antiguo de… pensar.
¿Qué hay en todo lo anterior, de eso de contar una historia? Pues bastante poco.
Cada persona es libre de disfrutar el cine como quiera o como le apetezca, para mí, el cine narrativo es insustituible, el cine de la puesta en escena, de una historia emocionante y bien contada que aún te persigue en los días siguientes, de actores con presencia y personalidad, de cuentos que dan liebre por gato en lugar de gato por liebre, de relatos necesarios. Este es el cine que a mí me apasiona, el otro me interesa poco.
Cuatro hombres vestidos con gabardina, sombrero, gafas y bigote postizo, entran en un vagón de metro a través de distintas paradas. Todos van disfrazados igual. Se hacen con el control de la situación y secuestran a todos los ocupantes, parando el vagón en medio de un túnel. A continuación, llaman por radio a la estación de metro. El ayuntamiento de Nueva York debe entregarles un millón de dólares en el plazo de una hora exacta, de lo contrario empezarán a matar rehenes.
Los secuestradores, aparentemente, están atrapados en una ratonera pero, como en cualquier película de este tipo, los secuestradores juegan al gato y al ratón con los policías, mientras los guionistas hacen lo mismo con los espectadores.
La historia está contada con una concisión y una eficacia narrativa propia del mejor cine de los setenta, no hay ramas que podar porque no hay nada que sobre. La ambientación y la fotografía tienen un aspecto casi documental, y la narración posee la sobriedad que tenían aquellos artesanos maravillosos cuya única pretensión era contar una buena historia, sin adornos, directamente al grano. Parece una película de Sidney Lumet, John Frankenheimer o Arthur Penn.
Además de la narración, el ritmo y la acción, la película posee una cualidad deslumbrante que brilla, todavía más, hoy en día, que vivimos totalmente prisioneros de las apariencias y de lo políticamente correcto. Esa cualidad que arrasa la película es su absoluta incorrección en todos los temas que aparecen (racismo, política, instituciones, chistes de género…) convirtiéndolo todo en una sátira descarnada.
Cuando se comunica el secuestro por radio, aprovechan para enseñarnos el funcionamiento interno de la sala de control del metro de Nueva York. Tipos durmiendo en su puesto de trabajo, desidia, aburrimiento… incluso el jefe de estación dice cosas como: Al diablo los pasajeros, que pretenden por 35 centavos ¿vivir eternamente?
El fulano que nos enseña todo esto es el protagonista de la película, para ello han escogido al actor más socarrón de la historia del cine: Walter Matthau. El corazón de Walter Matthau no bombea sangre, bombea vitriolo. Su rostro de hiena, casaba perfectamente con el sarcasmo más extraordinario a la hora de pronunciar sus frases (ideadas por tipos de dialogo afilado, como Billy Wilder). Sólo por este actor ya merece la pena acercarte a este cuentecillo de secuestros donde, por una vez, no nos importa lo que ocurre en la superficie de Nueva York. Todo lo que importa ocurre bajo tierra, a nivel subterráneo.
Por último, en esta película se produce el estornudo más inoportuno de la historia del cine, la prueba de que nunca se debe secuestrar nada si estás acatarrado.
- Secuestrador: Si me hacen caso, a nadie le pasará nada.
- Pasajero: Eso mismo nos dijeron en Vietnam y aún tengo metralla en
el culo.
07 julio, 2010
Anatomía del desastre
El mundo de la gente que trabaja en el cine suele ser muy endogámico. Cuando un equipo técnico se desplaza a un sitio determinado para hacer una película, de alguna manera se produce una “suspensión de la realidad” para cada una de esas personas. Durante ocho o diez semanas dejan a su familia habitual para formar parte de otra “extraña” familia: la del rodaje. Al terminar la jornada de trabajo –normalmente diez horas-, te vas al hotel y, con frecuencia, no te queda otro remedio que compartir tu tiempo libre, de nuevo, con las mismas personas que llevas trabajando todo el día. Y así un día, y otro, y el siguiente…
Esta situación temporal, para algunos, es ideal, intensa y divertida. Sobre todo para los más jóvenes y nómadas, que gustan de olvidar la rutina de su vida diaria. En este apartado, también te puedes encontrar gente que aprovecha ese “período” como válvula o vía de escape para descansar de su vida o de su familia, así como a tipos de cincuenta años que se comportan como jóvenes de veinte e intentan seguir el ritmo de esos jóvenes como si fuesen “niños-eternos” que huyen hacia delante.
Para otros, en cambio, estas semanas son una situación de transición, un trabajo, saben que volverán a la “normalidad” y a ver a su familia y amigos en un plazo de tiempo corto. Muchas veces aprovechan los fines de semana para volver a su vida. De todo hay.
Este período en el que perteneces a esta especie de familia disfuncional, se asemeja bastante a la vida de un circo o a la de una caravana de gitanos, siempre en movimiento, de aquí para allá. Muy del gusto de Fellini.
Las personas que se dedican al dudoso –la mayor parte de las veces- arte de hacer películas, y otros menesteres parecidos, suelen poseer una característica común: les encanta contar las mismas historias una y mil veces. Nunca se cansan de repetir los rodajes en los que han estado, las diversas vicisitudes sufridas o las anécdotas supuestamente extraordinarias que dejaron de serlo la octava vez que fueron contadas. De esta manera, las pausas del rodaje, las comidas o las cenas, siempre están empapadas de la tradición oral del gremio.
Mientras los más veteranos disparan historias, los más jóvenes escuchan atentamente deseando poder contar historias como esas en un futuro. Todavía no se han dado cuenta de que los veteranos están desapareciendo de los rodajes, en un mundo donde los chacales no buscan ni quieren la experiencia (los buenos profesionales tienen la extraña manía de cobrar), la media de edad de los rodajes está descendiendo abruptamente gracias a una tendencia que está en plena expansión: en lugar de contratar a dos personas que conocen su oficio, contrata a cinco que no dominen su oficio pero que cobren poco, es de suponer que la suma de cinco cosas pequeñas de cómo resultado una grande. Los productores siempre usan unos extraños métodos de medición, usan su “matemática particular”.
La mayoría de la gente con muchos años de experiencia, cansados del eterno desgaste de que nadie valore su trabajo y de que les intenten pagar cada vez menos, con el paso del tiempo, acaban abandonando y dedicándose a otra cosa, conscientes de que cada vez su hueco es más pequeño. Por supuesto, siempre hay un eufemismo maravilloso para definir este tipo de situaciones: es “el signo de los tiempos”. En un futuro no muy lejano, los veteranos (esa gente incómoda y poco manejable que protesta por sus derechos) ya no tendrán cabida. Por eso mola tanto cuando los productores salen en los medios de comunicación diciendo que “la industria necesita a los buenos profesionales”.
Me he desviado del tema. Supongo que esto es lo que se denomina “digresión inútil”. Estaba hablando de esas charlas épicas en torno a la hoguera, pero con mucho menos encanto, que son lugar común en todos los rodajes.
La mayoría de los “disparadores de anécdotas” son como Clint Eastwood, una vez que se ponen a disparar, nunca dejan munición en el arma. La gente del “mundillo” que no gusta de esta parafernalia expresiva, a menudo son considerados “extraños”, cuando no manifiestamente “sospechosos”.
Hace unos cuantos años, una de estas charlas llamó mi atención. Un jefe de eléctricos afirmaba, durante una comida, haber trabajado en una película donde un F16 (que no tenía nada que ver con el rodaje) llegó a dispararles misiles. El largometraje en cuestión, era una película “maldita” hecha en 1995 llamada “Atolladero”. El argumento versaba sobre una ciudad del oeste, llamémosle “fronteriza”, ubicada en ninguna parte y que recibía la visita de una nave extraterrestre de la que bajaban unos dinosaurios dispuestos a invadir el planeta. Esta invasión sauria era repelida a balazos por el consabido sheriff y unos cuantos vaqueros entre los que estaba, como actor, Iggy Pop, la estrella del rock. Un western con dinosaurios. Simplemente maravilloso.
He de reconocer que esta charla fue divertida y enriquecedora. Normalmente, el peso específico de esas pequeñas historias aumenta si en su desarrollo hay nombres importantes como Spielberes, BudyAllens o acontecimientos grandilocuentes como un ataque con misiles. Qué importa que lo que te cuentan sea verdad, mentira o una simple exageración si la historia es verdaderamente buena.
La cosa quedó ahí, enterrada en la memoria, y yo me olvidé de esta historia hasta que, hace unas semanas, un libro se cruzó en mi camino. El libro se titula Making Of. Oscar Aibar. Editorial Mondadori. Oscar Aibar es la persona que dirigió la película “Atolladero” (francamente, ya el título no hacía presagiar nada bueno, la verdad) y en el libro desgrana pormenorizadamente lo que allí ocurrió.
“Corazón en Tinieblas” (rodaje de Apocalypse Now) o “Lost in La Mancha” (rodaje de la no-película de Terry Gilliam) son ejemplos de documentales que narran de forma espectacular cómo se va apoderando de un rodaje una inercia negativa imparable que lo convierte todo en un auténtico infierno. En este caso en concreto, el atolladero lo formaban cosas como una climatología adversa, un actor que se muere durante el rodaje (con escenas por hacer, claro), un equipo técnico en tu contra que no cobra desde hace semanas y… sí, un F16 que te dispara misiles. Si queréis saber como es posible que te disparen unos misiles, me temo que tendréis que leer el libro.
Este libro pertenece a esa estirpe, la de la desgracia inevitable. El autor hace una autopsia del desastre que fue su propio rodaje, convirtiendo el libro en una especie de exorcismo personal donde percibes, de forma inquietante, que las heridas todavía están sin cauterizar, todavía supuran. Quizá el libro es algo así como el intento de que, por fin, aparezca una cicatriz.
El acercamiento de Oscar Aibar a la hora de narrar su propia pesadilla es un acercamiento a través del humor, del disparate, con la ironía que te proporciona la distancia, con acidez y sin autocompasión, victimismo ni piedad para consigo mismo, lo cual es de agradecer. Llega un momento donde la historia se parece al mito de Sísifo, esa metáfora del esfuerzo inútil del hombre. En el infierno, Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio.
Mientras las desgracias se van sucediendo una tras otra y se van sumando de forma ominosa haciendo del rodaje una losa imposible de mover, el director, se convierte en una especie de saco de boxeo, le llueven los golpes de todas partes mientras él se balancea intentando encajarlos de forma digna.
Sin poner énfasis en ello, de forma subterránea, el libro aborda otro tema del que se habla poco en todos los libros referidos al cine: la soledad del director.
En un mundo donde la gente cree una cosa, dice otra y hace otra distinta, al principio, todo suelen ser lisonjas, ejércitos de aduladores y palmaditas en la espalda alabando el talento de Supremo Hacedor que posee el director.
Hasta que la cosa se tuerce. Es entonces cuando la figura del director empieza a parecerse, en tamaño y forma, a la de un saco de boxeo.
El libro puede interpretarse como un manual de supervivencia. El manual de alguien que empieza la película con ilusión y, poco a poco, va germinando en él la duda de si será capaz de sacar adelante un rodaje cada vez más parecido a un cataclismo. Al final, el director ya no se preocupa de dirigir nada, se limita a sobrevivir a esto, su único deseo agónico es terminar la película. Como sea.
Casi siempre, estos rodajes-catástrofe se producen por razones puramente materiales, la codicia o el morro infinito de algún productor, ineptitudes varias etc. Pero hay otras ocasiones donde se produce una especie de cadena de desastres casi sobrenaturales que lo arrastran todo a su paso y que convierten el remontar la situación en una tarea totalmente imposible.
También es un manual de advertencia para los nuevos directores. Cada vez que das comienzo a un rodaje tiras una moneda, la mayor parte de las veces sale cara, pero en alguna ocasión, la fatalidad está agazapada silenciosamente detrás de la esquina y sale… cruz.
Voy a terminar con la definición de rodaje que hizo Gordon Willis, posiblemente uno de los directores de fotografía más prestigiosos que ha habido. El concepto de rodaje que tenía este fulano está un poco alejado del supuesto glamour que poseen este tipo de eventos, y eso que nadie le disparó un misil.
“Rodar es pasarlo mal. Hay mucha gente alrededor, hay que tomar cantidad de decisiones de última hora; es fácil perderse y además es agotador. Yo siempre digo que hacer una película es como extraer carbón, pero hay gente que no me entiende”.
Esta situación temporal, para algunos, es ideal, intensa y divertida. Sobre todo para los más jóvenes y nómadas, que gustan de olvidar la rutina de su vida diaria. En este apartado, también te puedes encontrar gente que aprovecha ese “período” como válvula o vía de escape para descansar de su vida o de su familia, así como a tipos de cincuenta años que se comportan como jóvenes de veinte e intentan seguir el ritmo de esos jóvenes como si fuesen “niños-eternos” que huyen hacia delante.
Para otros, en cambio, estas semanas son una situación de transición, un trabajo, saben que volverán a la “normalidad” y a ver a su familia y amigos en un plazo de tiempo corto. Muchas veces aprovechan los fines de semana para volver a su vida. De todo hay.
Este período en el que perteneces a esta especie de familia disfuncional, se asemeja bastante a la vida de un circo o a la de una caravana de gitanos, siempre en movimiento, de aquí para allá. Muy del gusto de Fellini.
Las personas que se dedican al dudoso –la mayor parte de las veces- arte de hacer películas, y otros menesteres parecidos, suelen poseer una característica común: les encanta contar las mismas historias una y mil veces. Nunca se cansan de repetir los rodajes en los que han estado, las diversas vicisitudes sufridas o las anécdotas supuestamente extraordinarias que dejaron de serlo la octava vez que fueron contadas. De esta manera, las pausas del rodaje, las comidas o las cenas, siempre están empapadas de la tradición oral del gremio.
Mientras los más veteranos disparan historias, los más jóvenes escuchan atentamente deseando poder contar historias como esas en un futuro. Todavía no se han dado cuenta de que los veteranos están desapareciendo de los rodajes, en un mundo donde los chacales no buscan ni quieren la experiencia (los buenos profesionales tienen la extraña manía de cobrar), la media de edad de los rodajes está descendiendo abruptamente gracias a una tendencia que está en plena expansión: en lugar de contratar a dos personas que conocen su oficio, contrata a cinco que no dominen su oficio pero que cobren poco, es de suponer que la suma de cinco cosas pequeñas de cómo resultado una grande. Los productores siempre usan unos extraños métodos de medición, usan su “matemática particular”.
La mayoría de la gente con muchos años de experiencia, cansados del eterno desgaste de que nadie valore su trabajo y de que les intenten pagar cada vez menos, con el paso del tiempo, acaban abandonando y dedicándose a otra cosa, conscientes de que cada vez su hueco es más pequeño. Por supuesto, siempre hay un eufemismo maravilloso para definir este tipo de situaciones: es “el signo de los tiempos”. En un futuro no muy lejano, los veteranos (esa gente incómoda y poco manejable que protesta por sus derechos) ya no tendrán cabida. Por eso mola tanto cuando los productores salen en los medios de comunicación diciendo que “la industria necesita a los buenos profesionales”.
Me he desviado del tema. Supongo que esto es lo que se denomina “digresión inútil”. Estaba hablando de esas charlas épicas en torno a la hoguera, pero con mucho menos encanto, que son lugar común en todos los rodajes.
La mayoría de los “disparadores de anécdotas” son como Clint Eastwood, una vez que se ponen a disparar, nunca dejan munición en el arma. La gente del “mundillo” que no gusta de esta parafernalia expresiva, a menudo son considerados “extraños”, cuando no manifiestamente “sospechosos”.
Hace unos cuantos años, una de estas charlas llamó mi atención. Un jefe de eléctricos afirmaba, durante una comida, haber trabajado en una película donde un F16 (que no tenía nada que ver con el rodaje) llegó a dispararles misiles. El largometraje en cuestión, era una película “maldita” hecha en 1995 llamada “Atolladero”. El argumento versaba sobre una ciudad del oeste, llamémosle “fronteriza”, ubicada en ninguna parte y que recibía la visita de una nave extraterrestre de la que bajaban unos dinosaurios dispuestos a invadir el planeta. Esta invasión sauria era repelida a balazos por el consabido sheriff y unos cuantos vaqueros entre los que estaba, como actor, Iggy Pop, la estrella del rock. Un western con dinosaurios. Simplemente maravilloso.
He de reconocer que esta charla fue divertida y enriquecedora. Normalmente, el peso específico de esas pequeñas historias aumenta si en su desarrollo hay nombres importantes como Spielberes, BudyAllens o acontecimientos grandilocuentes como un ataque con misiles. Qué importa que lo que te cuentan sea verdad, mentira o una simple exageración si la historia es verdaderamente buena.
La cosa quedó ahí, enterrada en la memoria, y yo me olvidé de esta historia hasta que, hace unas semanas, un libro se cruzó en mi camino. El libro se titula Making Of. Oscar Aibar. Editorial Mondadori. Oscar Aibar es la persona que dirigió la película “Atolladero” (francamente, ya el título no hacía presagiar nada bueno, la verdad) y en el libro desgrana pormenorizadamente lo que allí ocurrió.
“Corazón en Tinieblas” (rodaje de Apocalypse Now) o “Lost in La Mancha” (rodaje de la no-película de Terry Gilliam) son ejemplos de documentales que narran de forma espectacular cómo se va apoderando de un rodaje una inercia negativa imparable que lo convierte todo en un auténtico infierno. En este caso en concreto, el atolladero lo formaban cosas como una climatología adversa, un actor que se muere durante el rodaje (con escenas por hacer, claro), un equipo técnico en tu contra que no cobra desde hace semanas y… sí, un F16 que te dispara misiles. Si queréis saber como es posible que te disparen unos misiles, me temo que tendréis que leer el libro.
Este libro pertenece a esa estirpe, la de la desgracia inevitable. El autor hace una autopsia del desastre que fue su propio rodaje, convirtiendo el libro en una especie de exorcismo personal donde percibes, de forma inquietante, que las heridas todavía están sin cauterizar, todavía supuran. Quizá el libro es algo así como el intento de que, por fin, aparezca una cicatriz.
El acercamiento de Oscar Aibar a la hora de narrar su propia pesadilla es un acercamiento a través del humor, del disparate, con la ironía que te proporciona la distancia, con acidez y sin autocompasión, victimismo ni piedad para consigo mismo, lo cual es de agradecer. Llega un momento donde la historia se parece al mito de Sísifo, esa metáfora del esfuerzo inútil del hombre. En el infierno, Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio.
Mientras las desgracias se van sucediendo una tras otra y se van sumando de forma ominosa haciendo del rodaje una losa imposible de mover, el director, se convierte en una especie de saco de boxeo, le llueven los golpes de todas partes mientras él se balancea intentando encajarlos de forma digna.
Sin poner énfasis en ello, de forma subterránea, el libro aborda otro tema del que se habla poco en todos los libros referidos al cine: la soledad del director.
En un mundo donde la gente cree una cosa, dice otra y hace otra distinta, al principio, todo suelen ser lisonjas, ejércitos de aduladores y palmaditas en la espalda alabando el talento de Supremo Hacedor que posee el director.
Hasta que la cosa se tuerce. Es entonces cuando la figura del director empieza a parecerse, en tamaño y forma, a la de un saco de boxeo.
El libro puede interpretarse como un manual de supervivencia. El manual de alguien que empieza la película con ilusión y, poco a poco, va germinando en él la duda de si será capaz de sacar adelante un rodaje cada vez más parecido a un cataclismo. Al final, el director ya no se preocupa de dirigir nada, se limita a sobrevivir a esto, su único deseo agónico es terminar la película. Como sea.
Casi siempre, estos rodajes-catástrofe se producen por razones puramente materiales, la codicia o el morro infinito de algún productor, ineptitudes varias etc. Pero hay otras ocasiones donde se produce una especie de cadena de desastres casi sobrenaturales que lo arrastran todo a su paso y que convierten el remontar la situación en una tarea totalmente imposible.
También es un manual de advertencia para los nuevos directores. Cada vez que das comienzo a un rodaje tiras una moneda, la mayor parte de las veces sale cara, pero en alguna ocasión, la fatalidad está agazapada silenciosamente detrás de la esquina y sale… cruz.
Voy a terminar con la definición de rodaje que hizo Gordon Willis, posiblemente uno de los directores de fotografía más prestigiosos que ha habido. El concepto de rodaje que tenía este fulano está un poco alejado del supuesto glamour que poseen este tipo de eventos, y eso que nadie le disparó un misil.
“Rodar es pasarlo mal. Hay mucha gente alrededor, hay que tomar cantidad de decisiones de última hora; es fácil perderse y además es agotador. Yo siempre digo que hacer una película es como extraer carbón, pero hay gente que no me entiende”.