Hay películas que hablan de la importancia decisiva de lo trivial o del gusto por exagerar una bravata. Y menos mal. Pocos se percatan de que estos asuntos son capitales. Un mundo sin exageración conduce, lento pero seguro, hacia los días nublados, el aburrimiento y ese tipo de mesura que sube el nivel de colesterol. John Ford, profundo conocedor de lo anterior, vuelve a Irlanda para rodar un segundo asalto de ‘El hombre tranquilo’ y enseñarnos a saborear, más bien, degustar, una buena discusión. El campo, un perro que ladra, los riachuelos, los torreones destruidos o los tejados de paja forman el paisaje de una película pequeña en importancia e inmensa en temperamento que cuenta mucho más de lo que deja ver.
Dividiéndola en tres episodios, Ford adapta tres relatos irlandeses que combinan la poesía con la picaresca, el sentido del humor con la melancolía y la alegría de vivir con las pequeñas traiciones que se resuelven bebiendo una pinta de cerveza o entonando una balada como ‘La salida de la luna’. «Los secretos se están perdiendo», dice un tipo con reuma que regenta una destilería clandestina. El futuro ya no es lo que era. Se queja con gran teatralidad y entusiasmo: que se sepa, el reuma nunca afectó a la lengua de un irlandés. Todos los personajes generan una complicidad inmediata en el espectador. Hasta hay un burro que habla inglés o, al menos, lo entiende.
El episodio central es una obra de arte mayúscula que contiene la declaración de amor más singular de la historia del cine. Una mezcla asombrosa de timidez, retranca y disparate. Un tren llega a una estación y su salida se va viendo aplazada una y otra vez mientras se negocia un matrimonio de conveniencia con galanteo previo, dote pactada y rituales de cortejo que incluyen alguna bofetada. Al mismo tiempo se produce una trifulca a puñetazos con su prólogo habitual: alguien hace mención a un hecho ignominioso de un antepasado hasta que el otro grita: «¡Embustero!». Y se lía. Se suben las mangas con petulancia y comienza la pelea. Plantean las ofensas más rebuscadas y divertidas con gran elocuencia: «No permitiré que me hable de ese modo un hombre cuyo tío-abuelo, como todo el mundo sabe, era un masón que se dio a la bebida a los 86 años y murió antes de hora». En Irlanda nadie borra el disco duro. El olvido no existe.
(Publicado en La Voz de Galicia)
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